sábado, 4 de mayo de 2019

Un oso polar perdido en la Docta



“El oso antártico” es una novela del escritor cordobés Federico Lavezzo, que narra el peregrinaje de una escultura, realizada por Carlos Barral, que encierra una jugosa historia que mezcla improvisación, burocracia y descon ocimiento en partes iguales.cuya historia resiste diversas versiones. En esta nota recorremos esa historia y el colorido que supo agregarle Lavezzo en su sencilla y jugosa obra.





Poco antes del golpe de estado de 1955, el intendente municipal de la ciudad de Córdoba inauguraría, junto a su gabinete, el puente Antártida Argentina, que cruza el río Suquía, uniendo el centro, a la altura de la calle Jujuy, con el barrio Cofico.

Al intendente, de extracción justicialista, le gustaba hacer las cosas en grande: no solamente había elegido el nombre Antártida Argentina como un símbolo de reivindicación soberana, sino que además había mandado a construir una escultura representativa del continente blanco, para coronar el puente. La obra –hecha por el escultor Carlos Barral en base a un diseño del artista Roberto Viola– representaba a un oso polar en toda su majestuosidad, atrapando entre sus garras a un pez.

Cuentan los testigos que muy pocas horas antes de la inauguración del puente, cuando ya la estatua ocupaba el que pretendía ser su emplazamiento definitivo, alguien se acercó al despacho del jefe comunal y avisó –que el que avisa no es traidor– que se debía tener en cuenta un pequeño detalle: “En la Antártida no hay osos polares”.

La noticia, una vez confirmada, cayó, como no podía ser de otra manera, tratándose de temas antárticos, como un balde de agua helada. La reacción, empujada por el miedo al ridículo, fue veloz: se quitó la escultura del lugar, se colocó allí un cartel improvisado con el nombre del puente sobre el río Suqía, y fue inaugurado con cara de “aquí no ha pasado nada.

La pequeña historia tal vez hubiera quedado ahí nomás, como una anécdota más de los errores estatales que todas las administraciones suelen cometer, pero se trataba de la ciudad de Córdoba, de un oso polar que buscaba su destino y de un ingenio popular que nunca descansa, y así comenzó un periplo que, por ahora, terminó en un libro, El oso antártico, de Federico Lavezzo, que mezcla realidades con chimentos, cuentos de barrio y anécdotas varias, que rodearon la vida del mamífero blanco.

La diverta novela se adentra en los motivos de aquel error zoológico - geográfico original, y a partir de allí avanza para narrar el periplo mitad imaginario y mitad real del oso polar, que deambuló por la ciudad de Córdoba y se metió en su historia, en su idioma, en su folklore urbano


Un recorrido incierto

Se sabe –o se sospecha, que para el caso es lo mismo– que el intendente ordenó llevar el oso a otra parte, iniciando así un viaje a través de los años, por distintos puntos de Córdoba. La escultura comenzó a desplazarse por parques, plazas y paseos de la ciudad. De vez en cuando desaparecía, resurgiendo en otro sitio.

La presencia del oso en cada nuevo lugar no pasaba desapercibida, tal vez por lo incongruente de un animal de las zonas más frías del planeta viviendo en medio del calor cordobés, y para colmo, con un pescado entre sus patas, proveniente de un mar situado al menos a más de 1.000 kilómetros de allí.

Lavezzo cuenta eso y mucho más en su libro, apoyando su relato en la secuencia de errores y mitos que fueron acompañando el deambular del plantígrado blanco.

En una entrevista brindada al diario La Voz del Interior, el autor nos cuenta que su primer contacto con la escultura “fue en la escuela primaria, primero o segundo grado. Nos llevaron a dibujar a la plaza Alberdi, en barrio General Paz. Nos ubicaron junto a una pequeña fuente que había; con mis compañeros aprovechábamos el agua que corría para lavar los pinceles cuando cambiábamos el color de la témpera. El oso estaba ahí, cerca de la fuente. Esa fue, creo, la primera vez que lo vi, y por lo preciso del recuerdo, ya en ese momento me cautivó”.

Un primer contacto que se transformaría en casi una presencia permanente en su vida: “Mucho tiempo después de ese primer encuentro, me contaron la anécdota que circula sobre el origen de la talla: que había sido encargada para ornamentar el puente Antártida Argentina y que antes de la inauguración del puente alguien señaló que en el Polo Sur no había osos. A partir de allí quise saber más. La imagen de un oso de piedra yendo de un lado a otro sin un lugar fijo durante 50 años me resultó estimulante. Estuve más de 10 años indagando, preguntando, sin concretar un texto. Hablé con gente que había investigado la historia de esta escultura, precisamente en ocasión de ser trasladada al museo Caraffa, con urbanistas amigos, arquitectos, artistas, transeúntes. Diría que la obsesión llega al punto de escribir una nouvelle en torno de esa escultura y su vida urbana, de sus trayectos por la ciudad”.


Más que un oso

Lavezzo convence al lector de que el oso polar es un símbolo perfecto de la ciudad, por el equívoco de su origen, por su deambular errático, por la cantidad de anécdotas que los cordobeses tienen en torno a su figura. En algunas épocas, reunió a niños que lo montaban como si fuera un juego; en otras, a jóvenes enamorados que iban a pasear “al oso”. Fue señuelo de las prostitutas y metáfora del aluvión peronista. Sus traslados durante la dictadura militar también sirvieron como reflejo de la irracionalidad de esos años. “No me extrañaría que dentro de un tiempo se baje del pedestal frente al museo Caraffa (su actual ubicación) y se vaya a alguna otra plaza, parque o calle. Sería coherente con sus 50 años de existencia. Si de mí dependiera, lo pondría de nuevo a andar”.

El escritor cuenta que hizo una fuerte pesquisa rastreando notas periodísticas dispersas en archivos públicos y privados, en las fichas del área de Parques y Paseos, y entrevistando a numerosas personas, recogiendo “decenas de anécdotas, relatos populares y ciertos mitos; pero no quería escribir la historia oficial del oso, así que con esas informaciones, narraciones, recuerdos me puse a trabajar para construir data para la escritura, a producir narrativa. Quizá lo que más me sorprendió fue comprobar que, para algunas personas, había más de un oso. Eso hablaba de una omnipresencia del oso, una existencia en dos dimensiones: la del recuerdo personal, una memoria afectiva en muchos cordobeses; y por otro lado, la huella que fue dejando entre los habitantes de la ciudad a partir de los lugares donde estuvo”.

“No tengo dudas de que el oso polar es una escultura nómade –asegura Lavezzo–, su lugar no es un punto urbano determinado, sino que su destino es deambular por la ciudad”


El error como identidad

El autor abunda sobre el tema del error que, según él, atraviesa la historia de la capital cordobesa: “En El oso antártico se alude a hechos errados que constituyeron a la ciudad tal como hoy la conocemos. El error de Jerónimo Luis de Cabrera fue fundarla en un sitio diferente del que consignaban sus órdenes, y eso le costó la cabeza. Pero la ciudad está aquí, y no en un valle de Salta. Otro error sería el de Cassaffousth y Bialet Massé, quienes se atrevieron a construir una de las mayores presas hidráulicas del mundo en la época (el primer dique San Roque) con cales hidráulicas de Cosquín y no con cemento portland importado de Inglaterra, lo que les valió el escarnio público y hasta la prisión. Errores sobre los que vengo investigando y escribiendo hace más de 15 años. Sospecho que de esos errores está llena la historia de Córdoba. Hay quienes piensan que el error cordobés por antonomasia son las empanadas dulces, pero yo estoy completamente en desacuerdo. De otros errores, prefiero no escribir”.


El camino del oso

Según pudo corroborar un periodista de La Voz del Interior, el diseño y modelado en barro del oso polar fue realizado por Roberto Viola, y fue tallado por el español Alberto Barral en un tipo de piedra llamada mármol blanco, posiblemente procedente de Los Gigantes. La obra, un encargo de la Municipalidad de Córdoba, fue concluida en 1955 y destinada al puente Antártida Argentina.

La pieza se concibió en principio como fuente: el agua debía surgir de la boca del pez que el oso aprisiona.

Hay varias versiones sobre el momento en que se advirtió que no hay osos polares en la Antártida. Víctor Manuel Infante contaba esta anécdota: el puente Antártida Argentina estaba a punto de inaugurarse cuando alguien le susurró al intendente que ese tipo de fauna no existía en el Polo Sur. Asombro, órdenes, corridas. Una cuadrilla municipal levanta el Oso y se lo lleva en un camión. Pasó un tiempo en la plaza Vélez Sársfield. De allí fue a la plaza Alberdi (barrio General Paz), volvió a la Vélez Sársfield y luego se instaló en el Parque Sarmiento. Tras ser restaurado, se ubicó en la explanada lateral del museo Caraffa. Actualmente, muestra signos de vandalismo.a

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