martes, 11 de junio de 2019

Y un día Vulcano se fue


El 15 de noviembre de 1915 no fue un día más en el sistema solar. Ese día, el planeta Vulcano –anunciado como tal por el astrónomo más famoso del siglo XIX Urbain Le Verrier en 1859, avistado por Edmond Modeste Lescarbault en 1860, entre otros– sencillamente desapareció de los lugares que aparentemente solía frecuentar y del universo todo.
Desde su enunciación en 1687, las leyes de la gravitación universal magistralmente expuestas por Isaac Newton a fuerza de observación, razonamiento y cálculo, explicaron la mecánica con que se movían en el espacio los objetos celestes. La gravitación, la inercia, las fuerzas de atracción y repulsión, todas conformaban un preciso mecanismo de relojería que imponía a los objetos celestes moverse de determinada manera y encontrarse exactamente donde los científicos esperaban que estuvieran.
Si así no sucedía, algo seguramente lo explicaría: un dato faltante, una masa mal calculada o la influencia de un cuerpo celeste que aún no había sido descubierto pero que delataba su presencia al alterar la posición de los objetos ya conocidos.
El mencionado astrónomo Urbain Le Verrier lo sabía y lo había demostrado. Durante años había estudiado la trayectoria de Urano, el séptimo planeta desde el Sol, y la forma en que se desplazaba no respondía a las leyes de Newton. Ergo, algún ingrediente estaba faltando en la fórmula. Y así, a fuerza de cálculo, predijo en 1846 solo guiándose con sus anotaciones y cálculos y sin mirar ni una vez el cielo, que detrás de Urano había otro planeta –al que denominarían Neptuno– que perturbaba su trayectoria, y dio indicaciones precisas de a dónde apuntar los telescopios para encontrarlo. Con solo un grado de error, los astrónomos hallaron al viajero celeste.
Y hete aquí que trece años más tarde, el renombrado Le Verrier, estudiando la forma en que se movía Mercurio, el más cercano al Sol de los planetas conocidos hasta entonces del sistema solar, encontró que nunca estaba donde debería, y que se negaba tozudamente a responder a las leyes de Newton.
Urbain miró las anotaciones de los observatorios, las comparó con las predicciones dictadas por las leyes físicas y recurrió a su viejo y probado método del lápiz y papel, y volvió a predecir la existencia de un nuevo planeta, que aseguró que se ubicaba entre Mercurio y el Sol, y que denominó Vulcano, en honor al dios mitológico de la herrería.
Pero una cosa era predecir dónde estaba y otra avistarlo. En el caso de Neptuno (y sesenta años más adelante, en el de Plutón), el problema para verlos radicaba en que se trata de objetos muy distantes, que por ser planetas (planetoide, en el caso de Plutón) no tienen luz propia y simplemente reflejan la pobre luz del Sol que les llega, entonces hallarlos es muy dificultoso, a no ser que se sepa exactamente a dónde apuntar el telescopio.
Per en el caso de Vulcano, era otro el problema: la luz del Sol es cegadora, entonces habría que esperar a un eclipse total para observar a su alrededor y tener la fortuna de que estuviera visible y no lo ocultara la Luna, Mercurio o el propio Sol, o esperar que fortuitamente fuera captado por alguna fotografía tangencial, que mostrara una mancha negra y redonda transcurriendo sobre la faz del astro rey.
Le Verrier hizo un meticuloso cálculo de la influencia gravitacional que ejercían sobre Mercurio las masas del Sol, Venus la Tierra y Marte, y extrapolando las ubicaciones reales del primer planeta con las que hubieran sido esperables, determinó el lugar donde podría ser hallado Vulcano y hasta el tamaño que tendría.
Y entonces sucedió lo que fue tomado como un golpe de fortuna. A principios de 1860 –varios meses antes del próximo eclipse de Sol– un médico y astrónomo francés, Edmond Lescarbault, se comunicó con Le Verrier para informarle que había visto un punto negro pasando sobre la brillante superficie solar y había tomado debida nota. Le Verrier viajó inmediatamente al observatorio del francés, revisó los instrumentos, controló las notas y se dio por satisfecho. Ahora, para que el descubrimiento tuviera verdadero valor científico, faltaba la confirmación de un observatorio independiente.
A partir de allí, se sucedieron numerosos nuevos avistamientos, y también desmentidas. El nuevo planeta era muy difícil de ver y confirmar, y casi todas las informaciones provenían de astrónomos aficionados. Eso no impidió que muchos medios prestigiosos, como el New York Times, dieran su existencia como algo totalmente confirmado.
Lo cierto es que Urbain murió en 1877 y en ese momento, su querido planeta aún no tenía estatus de tal, y su existencia era hipotética.
Así pasó el tiempo y con la llegada del nuevo siglo, Vulcano se seguía afirmando con cada vez más avistajes de aficionados y ninguna prueba contundente, hasta que en 1905 llegó un hasta entonces ignoto físico alemán, don Albert Einstein con su teoría de la relatividad, y comenzó a poner en duda todo el andamiaje que pacientemente había construido Newton y quienes le siguieron.
Ese primer enunciado de la teoría de Einstein se denomina hoy de la Relatividad Especial o Restringida, porque no tiene en cuenta la fuerza gravitatoria, pero ya plantea que la variable tiempo no es una constante inamovible, sino que es una variable capaz de actuar junto al espacio estirándose, curvándose y amoldándose al observador y su circunstancia.
Y sucedió lo inevitable: cuando la teoría de Einstein comenzó a revolucionar la física, produjo cambios en todos sus ámbitos, y así fue que el mismo maestro incorporó la gravedad y sus consecuencias para dictar la que es conocida como Teoría General de la Relatividad. Fue el 15 de noviembre de 1915. Una teoría que explicó que Mercurio no se comportaba extrañamente por la presencia de otro planeta, sino que era el espacio-tiempo de su entorno el que se curvaba por la influencia de la enorme masa del Sol, haciendo que su derrotero no respondiera a las leyes terrestres de Newton.
Y así, Mercurio ya no necesitó de Vulcano, y no hubo más aficionados buscándolo, a excepción, por supuesto, de los negadores seriales de siempre, que aseguran que todo es una conspiración para esconder la fuente de la sabiduría.
Son los mismos que aseguran la existencia de Nibiru, el décimo planeta, que aparecerá en este o el próximo año, desatará cataclismos y cambiará la civilización para siempre.
Pero eso, con un poco de suerte, será objeto de otra nota.