lunes, 3 de mayo de 2021

Futuro y cadenas


Aunque parezca una falacia, el concepto de futuro que manejamos prácticamente todos los seres humanos del planeta y compartimos como un conocimiento inmutable en las sociedades que integramos, no es ancestral, ni siquiera antiguo, ya que no tiene más que dos o tres siglos de existencia.

Algo tan común para nosotros como pensar en lo que vendrá, imaginar un tiempo con elementos, valores y conductas distintas a las actuales, tomar decisiones en función de analizar los datos actuales para prever lo que vendrá, no era un elemento existente ni en las mentes más brillantes ni en las menos favorecidas, aún después del Renacimiento europeo.

De hecho, los primeros conceptos de futuro empiezan a aparecer en las sociedades europeas entre fines del siglo XVI y principios del XVII, y se consolidan y normalizan recién a finales del XIX.

No es que no se creyera que el tiempo continuaba, sino que no se lo concebía como portador de posibles cambios. De hecho, tampoco había una visión distinta del espacio que cada sociedad habitaba: los territorios no conocidos, habitados por culturas distintas en diferentes estadios de evolución, eran pensados como mágicos o reinos que hoy denominaríamos de fantasía (los mapas mezclaban datos geográficos con mitológicos, los nativos descubiertos eran gigantes, o ángeles, o animales; los recién llegados eran emisarios de los dioses).

La consecuencia fue el hoy visto como inhumano comportamiento: para considerarlos personas, había que convertirlos a la religión propia, vestirlos como uno y borrar toda costumbre que no fuera la propia. Y mientras no eran personas, no tenían derecho a sus pertenencias ni recursos, como un caballo no es el dueño del grano que come o el pienso en que descansa.

Pero volvamos al futuro. La influencia religiosa indicaba que el tiempo que vendría era el mismo que se estaba viviendo, y que si iba a aparecer algún cambio, ya estaba escrito. Los eruditos se limitaban a interpretar las señales de lo que ya se sabía que iba a pasar.

Los pronosticadores de lo que vendría –adivinos, profetas variopintos, chamanes y gurúes– nunca previeron un mundo distinto, anunciando cataclismos, fines del mundo y penurias varias, pero siempre en el contexto de una realidad igual a la que les tocó vivir. En rigor, no pronosticaron ningún futuro, solo cataclismos que sucederían en un territorio igual al que conocían.

La aparición del concepto de futuro como algo nuevo, no atado a cuestiones preestablecidas sino dependiente de nuestras decisiones actuales –como individuos y como sociedad– comienzan a gestarse a partir del mismo germen que llevó, a finales del siglo XVIII, a la Revolución Francesa. Cuando las sociedades comenzaron a decidir remover de sus cargos a los monarcas predestinados y tomar las riendas de sus propias vidas, tuvieron que presentir, primero, que era posible una vida que no estuviera predefinida, sino que se podría ir construyendo a partir de las decisiones propias. Sin las cadenas de lo preestablecido y con el aliciente de lo que hoy llamaríamos promesas electorales, el avance del pensamiento comunitario y sus consecuencias en la vida cotidiana, pasó a ser imparable. Así, los imperios de la antigüedad y el medioevo, que crecían hasta que su misma mecánica interna los hacía colapsar y caer, se transformaron en las sociedades modernas, en permanente evolución, tomando decisiones acertadas o no, en función de lo que vendrá, y no de lo que es o ya fue.

El impacto en la literatura de este nuevo concepto, fue formidable. Las grandes obras de la antigüedad se basaban en contar la vida de personas en un mundo que no cambiaba o sufriendo hechos preestablecidos. El infierno del Dante es lo que te tocará si hacés determinadas cosas; el Quijote enloquece en un mundo que no cambia; el Lazarillo de Tormes se amolda al mundo que fue y que será.

Con el futuro a flor de piel, aparecen Julio Verne, H.G. Wells y tantos otros, pero fundamentalmente aparecen grandes y pequeñas novelas en las que los protagonistas pueden envejecer en un mundo distinto al que vivieron, se pueden imaginar cosas que aún no existen, e incluso las que nunca existirán.

También surgieron con poderosa fuerza –especialmente en el mundo anglosajón– los libros de viaje, porque cuando el espacio-tiempo se amplió, la necesidad de conocerlo se adelantó a la de poder viajar.

Rotas las cadenas del tiempo inmutable y el mundo homogéneo, la imaginación se libera y no hay otro límite que saber armar una buena historia, que hacerla funcionar internamente. Hasta podemos imaginar un mundo en el que no haya futuro, si eso sirve a nuestro relato.

La visión hacia adelante, también fertilizó el conocimiento del mundo hacia atrás, y pudimos empezar a conocer las civilizaciones que nadie vio, los animales que ya se fueron, las montañas que no están y los bosques que nunca dieron sombra a un ser humano.

Tal vez falte romper alguna otra cadena, que aún no percibimos como tal, para dejar de vernos como centros de todo y únicos artífices de un mundo que cambia más allá de nosotros, en los que nuestras vidas, sumadas a las del resto de nuestra genealogía y a las de toda la humanidad, no son más que una gota en un mundo al que si hay algo que le sobra, es futuro.