martes, 21 de julio de 2020

Fabián y el señor Gutiérrez

Conocí a Fabián cuando era un chiquito de entre 11 o 12 años. Por entonces yo había adoptado a Julio Nervi como algo así como  mi hermano mayor –y su familia pasó de alguna manera a ser la mía en ese exilio autoimpuesto, equivalente a irse al exterior que fueron mis primeros años en Río Gallegos– y Fabián era una presencia habitual en el hogar de Julio y de otros integrantes del barrio de jóvenes profesionales y empleados de carrera que habían construido sus casas en el naciente barrio Jardín con la línea de créditos Reactivación del Banco Hipotecario y sobre terrenos cuyos titulares fueron rigurosamente seleccionados por la Dra. Ángela Sureda, cuando era intendenta de la dictadura militar. La pequeña barriada –casi una gran familia– se asentaba entre las calles Mitre y Alcorta, empezando en Villarino y terminando en la avenida Sureda, porque del otro lado de la calle estaba una parte del basural y el terraplén que contenía las mareas, porque hasta ahí llegaba la ría.
Yo vivía a una cuadra de allí, en un departamentito con mejores recuerdos que comodidades, y me cruzaba mucho con Fabián y con otros vecinos que fui conociendo, como José Tur, Nilda Azar, el Negro Chávez y la Tere García, esta última madre de Fabián. La memoria me juega una mala pasada y no recuerdo el nombre de su padre, profe de fútbol por entonces.
Había gente de todos los partidos, o de ninguna. De distintas edades pero que en general se llevaban bien y compartían lo mundano, como en cualquier barrio. Con el tiempo, una mudanza y la recomposición de mi propia vida, me alejé de ese grupo, aunque guardo afecto por los momentos vividos.
Teresa García era una referente como administrativa confiable, segura y, por sobre todas las cosas, incorruptible. Ya integraba la segunda línea de lo que entonces se conocía como Ateneo –que luego fue Frente para la Victoria Santacruceña y que hoy todos conocen con el englobador mote de kirchnerismo–, cuyo triunvirato conductor estaba formado por el mencionado Negro Chávez (un abogado cordobés con idas y venidas en la estructura y que terminó siendo una espada kirchnerista esencial en la justicia santacruceña, y que entre otros, cobijó en Río Gallegos y le hizo ganar espacio al influyente Carlos Zannini), el propio Néstor Kirchner y la que todos llamaban “la Bruja”, la actual vicepresidenta Cristina Fernández.
Pasó el tiempo y Fabián creció, y por los contactos de su madre y el conocimiento que tenía de casi todo el grupo gobernante, fue natural que se integrara al círculo íntimo de los asistentes todo servicio que siempre rodearon al que resultó siendo el matrimonio más famoso del país.
Yo dejé de verlo, prácticamente. No frecuentaba sus mismos espacios –y por suerte, mucho menos sus áreas de acción– aunque sí sabía que con poco más de 30 años ya tenía más dinero del que podía justificar, en autos, hoteles, propiedades y buena vida. ¿Llamaba la atención? La verdad que no demasiado. Al fin y al cabo, había tipos que laburaban menos y tenían fortunas mucho más grandes –e injustificables– que la que él mostraba.
Santa Cruz avanzó en algunas cosas y retrocedió en muchas otras mostrando esas miserias: con la aceptación y la tolerancia comunitaria hacia convivir con tipos y mujeres que se enriquecían siendo simples funcionarios o empleados, que supuestamente ganaban un sueldo medio y según ellos yugaban todo el día para poner de pie al país–o a la provincia o al municipio o a la dirección de limpieza de baños–, y sin embargo les quedaban ahorritos y tiempo para ser exitosos hoteleros, grandilocuentes constructores, imparables restauranteros o fabulosos vendedores de autos de lujo.
Muchos hacían negocio con ellos, otros vivían de ellos, unos cuantos más simplemente soñaban con ser algún día como y ellos, y una triste comparsa detrás andaba abriendo la boca para que estos infames personajes les dejaran caer unas migajas con qué alimentarse mientras usufructuaban el cargo que ostentaban en beneficio propio y de sus propias familias.
Yo los vi y los conocí. No me lo contó nadie. Y en el tiempo en que ellos se llenaron de guita mal habida, muchos trabajaron políticamente con ellos (algunos pocos hoy son entrañables amigos), los apoyaron y no tocaron ni un centavo. Y fueron tan honestos que la mayoría hoy languidece esperando la jubilación o cuidando que los otros (los que no están autorizados) no roben, como sucedía con la Tere García, 30 años atrás.
Fabián llegó muy joven a ese mundo de la plata demasiado fácil, el usufructo del cargo para beneficio propio y el dinero en cantidades obscenas corriendo por sus manos. No necesito pruebas para afirmarlo, basta con ver su situación patrimonial luego de poco más de 15 años de ser empleado público al servicio de sus amados Néstor y Cristina.
Y fue ese mundo el que lo llevó a estar en el lugar equivocado, en el momento inapropiado y en manos de personas que opinaban que no era necesario pasar tantos años de devoto servicio para juntar la tarasca, si se podía hacerse de ella con un simple apriete.
Y así murió. De una manera atroz, con un sufrimiento hasta su último aliento que nadie debería tener que soportar. Ninguna de sus malas decisiones, tropelías y aprovechamientos, ninguna de sus deshonestidades y jugadas reñidas con la más simple ética, podrían justificar nada de lo que le pasó.
Solo un juicio y la cárcel –o al menos, en este país tan poco propenso a  castigar estas cosas, el rechazo y consiguiente repudio social– hubieran sido si no suficientes, al menos aceptables.
Pero le pasó lo peor. Y así como nunca pude reconocer en el gordito canoso en que se convirtió el impunemente llamado “empresario” Gutiérrez, al Fabiancito del barrio Jardín; tampoco puedo dejar de ver por estos días, cada vez que cierro los ojos, el rostro ensangrentado, desfigurado  por un dolor que no me animo a imaginar, torturado hasta lo inexplicable, ya no al señor Gutiérrez, sino a Fabián, aquel chico que conocí cuando tenía entre 11 y 12 años y yo apenas el doble, que es decir casi la misma edad que los acusados del horrendo crimen.
A Gutiérrez puede que lo hayan llevado a la muerte sus malas decisiones, su falta de ética y la forma en que decidió construir su riqueza.
A Fabián, en cambio, la que le hizo atravesar el peor de los calvarios en su paso a la muerte fue su propia comunidad, la que en algún momento decidió que no era tan malo hacer las cosas así, si se recibía algo a cambio.
Los familiares de las víctimas de Once sostienen que la corrupción mata, Los familiares, vecinos y amigos de Fabián deben empezar a  entender, de una vez por todas, que mata de la peor manera, y que se ensaña especialmente con los chicos.

domingo, 19 de julio de 2020

Evoluciones

Una hija de amigos –que viene ganando espacio en mí como amiga, aunque no sé si ella así lo quiere (ni tampoco viene al caso, en este caso)– me pasó un texto breve que desencadenó otras cosas; entre ellas, esto.
Fragmento de algo más grande, contaba una pequeña porción de sus experiencias de crecer entre piropos, miradas ultrajantes y deseos explicitados a quien no estaba en posición ni en momento de hacerles frente y salir indemne.
Confieso que siempre me molestó el piropo callejero y jamás lo dije. También he tratado de disimular cuando una mujer atrae mi mirada en la calle: si miro, siento que estoy invadiendo un espacio al que no fui invitado. Hombre al fin, no siempre lo logro, y estoy seguro de que en más de una oportunidad he incomodado a alguien.
De hecho, han pasado más de 25 años y todavía me persigue el no saber qué hice para hacerle parecer a una chica que trabajaba bajo mis órdenes en un diario (pasquín oficialista ya felizmente desaparecido y de dudosa catadura), que la estaba acosando. Como dato de color, hacía apenas un año que estaba casado y mi única intención, por aquellas épocas, era terminar rápido mi tarea para volver a mi casa y compartir el tiempo con mi pareja. Nunca me dio la oportunidad de pedirle disculpas por el malentendido que la llevó a sentirse agraviada, pero la situación me llevó a ser de allí en más mucho más cuidadoso en la relación con mujeres, especialmente si yo gozaba de alguna posición dominante laboralmente hablando.
También me gusta el erotismo. Siempre he disfrutado un buen relato, una buena foto, pintura o video. No la pornografía, pero sí la sutileza de la sensualidad, el devenir de una historia erótica bien contada, o un dibujo sugerente.
Compatibilizar ambas cosas –el cuidado de no molestar y la alegría de disfrutar– siempre ha sido difícil, pero no imposible. Casi siempre basta con comprender que si alguien provoca una reacción en uno, el que está reaccionando es uno y lo más seguro es que el otro ni siquiera esté enterado de lo que está provocando, y aunque lo esté, no tiene por qué sufrir ningún tipo de agresión por ello.
En estas épocas de tanta corrección política, sobreactuaciones y posverdades, la cosa se pone más difícil. Como explica el genial humorista Ricky Gervais en su espectáculo Humanity, si escribo algo en una red social –o en este blog, por caso– no significa que lo estoy haciendo para la persona que justo ahora lo está leyendo. Simplemente lo escribo. Entonces, por favor, no lo tome como si le estuviera hablando a usted de manera personal. Eso es como si al ver un cartel que dice “Tome Coca Cola”, usted se enojara y golpeara el cartel diciendo “¡No me moleste, no tengo sed!”.
Volviendo al tema de los piropos, los acosos y mi querida amiga, discrepo con ella en que el problema sea el patriarcado. O mejor dicho, que el patriarcado, como se lo llama, sea una cuestión de hombres. Es más bien una característica de la sociedad que formamos, que se desarrolló así y que se deformó tratando de suplir con actitudes la mayoría de las veces detestables y repudiables, la imposibilidad de entender cómo lidiar con la evidencia de una mujer que aparentemente tiene menos resistencia física; que usa el cerebro de una forma más mundana y multitareas, haciendo parecer que no está prestando atención a nada cuando en realidad se ocupa de casi todo al mismo tiempo; que asume tantas tareas dejándonos tiempo para pensar que somos los que pensamos. Y que encima, cuando decide, es la que decide, la que nos ordena el mundo y le da sentido al devenir de los días.
Las sociedades cambian, y lo hacen a ritmos cada vez más alocados. Compartimos espacios en una estructura que, por suerte para la dignidad y la vida, es más tolerante que la que se impone en otras latitudes del planeta. Y la buena noticia es que mi amiga y sus amigas están caminando en un mundo que saben que ya no será el mismo, aunque todavía no lo vean y les parezca opresivo.
En nuestro lado del mundo, hace solamente 150 años se comerciaban personas; hace 100 años se quemaban vivos a los que pedían mejores condiciones laborales; hace 70, se les aplicaba electroshock como método terapéutico y se hacían castraciones químicas a homosexuales; hace 40 años estaba prohibido separarse; hace 25 años metían presos a los ciudadanos que se vistieran con ropas distintas a las del sexo que indicaba su DNI.
El mundo cambia, y digan lo que digan, lo hace para bien, aunque muchas veces nos duelan los cambios o no los entendamos.
Mi amiga hija de amigos aporta su grano de arena, contando su historia, aunque más no sea para ella, haciendo visible lo que muchas veces no vemos y haciendo que un señor mayor como yo, se ponga a cuestionar actitudes para tratar de ser menos jodido en las vueltas al sol que le queden por dar.