viernes, 6 de octubre de 2017

Todos somos la vinchuca

Cuando tenía 7 años y cursaba segundo año, en la escuela a la que concurría –la Nº 20, en la ciudad de San Nicolás (Buenos Aires)– se realizó una jornada dedicada al Mal de Chagas - Masa.
En un solo , a través de docentes y directivos aprendimos que era un mal que actuaba en al menos la mitad del territorio nacional, que no era curable y que era transmitido por un bicho hediondo, la vinchuca (una especie de cucarachita tuneada), que vivía entre las pajas de los techos de los ranchos más humildes, desde donde se desprendía por la noche para caer sobre el cuerpo del durmiente indefenso, a quien no solamente picaba, sino que encima la muy ladina defecaba en la misma herida, para que al rascarse, fuera la misma persona la que se infectara.
Nada más terrible para mi joven cabecita: si me dormía, un bicho fiero y chiquito (que más de una vez había visto correteando por ahí) me picaría, preferentemente en el ojo, luego literalmente se cagaría en mí, y yo al rascarme, quedaría eternamente enfermo, o mejor dicho, no eternamente, porque me moriría antes porque mi corazón se detendría y se negaría a seguir mandando sangre (bombear no era una palabra que entrara aún en mi tierno cerebrito).
El resultado fue funesto: pasé semanas durmiendo mal, con miedo a perder la conciencia porque podía ser aniquilado por ese verdadero monstruo asesino de seis patas. De nada valía saber que en mi casa tenía cielorraso y techo de mampostería. Ese era un dato que había sido tapado por el terror a la muerte inminente.
Fue tan fuerte la impresión, que aún hoy, cincuenta años después, recuerdo cómo me tapaba hasta la cabeza, lo mucho que me costaba dormirme, y el susto que tenía si me aparecía una mancha fuera de lo normal.
Cultores de aquel viejo refrán que aseguraba que la letra con sangre entra, los funcionarios que conducían los ministerios de Educación y de Salud durante la administración de la morsa Onganía, estaban seguros de que la transmisión de estos crudos conocimientos a los chicos de primaria –sin demasiadas distracciones, ya que solamente uno de cada tres hogares tenía televisión– haría tomar conciencia a los padres, y especialmente a ellos mismos, para que la próxima generación comenzara a erradicar esta terrible enfermedad endémica.
Tuve algunos roces con la enfermedad a lo largo de los años, vi la película que protagonizó Miguel Ángel Solá, y curioseé un poco más, pero no fue hasta este año que se me ocurrió tratar de averiguar algo más del tema, y me llevé una terrible desilusión: el Mal de Chagas no solamente no disminuyó, sino que aumentó, tanto en cantidad absoluta de casos como en porcentaje de la población.
Argentina tiene hoy poco más de 1.500.000 de infectados, con lo que encabeza el triste podio mundial, seguida por Brasil y México, con 1.150.000 y 880.000, respectivamente. Luego viene Bolivia, que es el país con mayor porcentaje de infectados, con 600.000 casos. Y detrás, casi todo el mundo, porque hay enfermos chagásicos en todos los continentes.
Aclaremos que en nuestro caso, las cifras no son muy confiables, porque a muchos enfermos se los detecta después de muertos o en la etapa más avanzada de la infección. Lo que si sabemos es que en esta década el promedio de muertes directas e indirectas es de doscientas por día (75.000 al año, según investigadores del Conicet), de las cuales, por proyección, unos 800 decesos por día ocurren en Argentina.
Simplemente escalofriante. O peor. Porque la existencia del Mal de Chagas en los mismos niveles que hace 50 años nos interpela como sociedad: pocas enfermedades están tan ligadas a la pobreza y el atraso como ésta, porque el insecto que la transmite vive en los techos y paredes de los ranchos de adobe, entre los tirantes mal curados de las casillas de las villas, caminando por adentro de los cartones que son paredes de las viviendas más humildes.
La vinchuca no es nueva. Darwin habló de ella en su paso por Argentina, se la encontró en los restos de momias incaicas y otras culturas milenarias.
La pobreza que la nutre y alberga tampoco es nueva. Más o menos coloridas, las construcciones de los barrios más humildes son las mismas desde hace siglos.
Y nosotros también somos los mismos. Nosotros y nuestro país, tan desesperados por asegurar que nada cambie; por encontrar siempre algo urgente que sea el pretexto para dejar de lado lo importante. Y por sobre todas las cosas, nuestra capacidad para revolver el avispero y después no hacer nada.
Hace 50 años, un grupo de idiotas autocomplacientes, decidió meterles miedo a los pibes para que fueran ellos los que cambiaran las condiciones de vida de sus familias, cuando lo que tenían que hacer es llegar a los padres, no solamente a concientizarlos, sino especialmente a brindarles los medios para que sus casas no albergaran más plagas.
Hace 50 años la vinchuca entraba a la escuela, cuando lo que teníamos que hacer era sacarla de las casas, y de nuestras vidas.


Pero claro. Era más fácil quitarme el sueño, que arremangarse.