Cuando tenía 7 años y cursaba segundo año, en la escuela a
la que concurría –la Nº 20, en la ciudad de San Nicolás (Buenos Aires)– se
realizó una jornada dedicada al Mal de Chagas - Masa.
En un solo , a través de docentes y directivos aprendimos
que era un mal que actuaba en al menos la mitad del territorio nacional, que no
era curable y que era transmitido por un bicho hediondo, la vinchuca (una
especie de cucarachita tuneada), que vivía entre las pajas de los techos de los
ranchos más humildes, desde donde se desprendía por la noche para caer sobre el
cuerpo del durmiente indefenso, a quien no solamente picaba, sino que encima la
muy ladina defecaba en la misma herida, para que al rascarse, fuera la misma
persona la que se infectara.
Nada más terrible para mi joven cabecita: si me dormía, un
bicho fiero y chiquito (que más de una vez había visto correteando por ahí) me
picaría, preferentemente en el ojo, luego literalmente se cagaría en mí, y yo
al rascarme, quedaría eternamente enfermo, o mejor dicho, no eternamente,
porque me moriría antes porque mi corazón se detendría y se negaría a seguir
mandando sangre (bombear no era una palabra que entrara aún en mi tierno
cerebrito).
El resultado fue funesto: pasé semanas durmiendo mal, con
miedo a perder la conciencia porque podía ser aniquilado por ese verdadero
monstruo asesino de seis patas. De nada valía saber que en mi casa tenía
cielorraso y techo de mampostería. Ese era un dato que había sido tapado por el
terror a la muerte inminente.
Fue tan fuerte la impresión, que aún hoy, cincuenta años
después, recuerdo cómo me tapaba hasta la cabeza, lo mucho que me costaba
dormirme, y el susto que tenía si me aparecía una mancha fuera de lo normal.
Cultores de aquel viejo refrán que aseguraba que la letra
con sangre entra, los funcionarios que conducían los ministerios de Educación y
de Salud durante la administración de la morsa Onganía, estaban seguros de que
la transmisión de estos crudos conocimientos a los chicos de primaria –sin
demasiadas distracciones, ya que solamente uno de cada tres hogares tenía
televisión– haría tomar conciencia a los padres, y especialmente a ellos
mismos, para que la próxima generación comenzara a erradicar esta terrible
enfermedad endémica.
Tuve algunos roces con la enfermedad a lo largo de los años,
vi la película que protagonizó Miguel Ángel Solá, y curioseé un poco más, pero
no fue hasta este año que se me ocurrió tratar de averiguar algo más del tema,
y me llevé una terrible desilusión: el Mal de Chagas no solamente no disminuyó,
sino que aumentó, tanto en cantidad absoluta de casos como en porcentaje de la
población.
Argentina tiene hoy poco más de 1.500.000 de infectados, con
lo que encabeza el triste podio mundial, seguida por Brasil y México, con
1.150.000 y 880.000, respectivamente. Luego viene Bolivia, que es el país con
mayor porcentaje de infectados, con 600.000 casos. Y detrás, casi todo el
mundo, porque hay enfermos chagásicos en todos los continentes.
Aclaremos que en nuestro caso, las cifras no son muy
confiables, porque a muchos enfermos se los detecta después de muertos o en la
etapa más avanzada de la infección. Lo que si sabemos es que en esta década el
promedio de muertes directas e indirectas es de doscientas por día (75.000 al año,
según investigadores del Conicet), de las cuales, por proyección, unos 800
decesos por día ocurren en Argentina.
Simplemente escalofriante. O peor. Porque la existencia del
Mal de Chagas en los mismos niveles que hace 50 años nos interpela como
sociedad: pocas enfermedades están tan ligadas a la pobreza y el atraso como ésta,
porque el insecto que la transmite vive en los techos y paredes de los ranchos
de adobe, entre los tirantes mal curados de las casillas de las villas,
caminando por adentro de los cartones que son paredes de las viviendas más
humildes.
La vinchuca no es nueva. Darwin habló de ella en su paso por
Argentina, se la encontró en los restos de momias incaicas y otras culturas
milenarias.
La pobreza que la nutre y alberga tampoco es nueva. Más o
menos coloridas, las construcciones de los barrios más humildes son las mismas
desde hace siglos.
Y nosotros también somos los mismos. Nosotros y nuestro país,
tan desesperados por asegurar que nada cambie; por encontrar siempre algo
urgente que sea el pretexto para dejar de lado lo importante. Y por sobre todas
las cosas, nuestra capacidad para revolver el avispero y después no hacer nada.
Hace 50 años, un grupo de idiotas autocomplacientes, decidió
meterles miedo a los pibes para que fueran ellos los que cambiaran las
condiciones de vida de sus familias, cuando lo que tenían que hacer es llegar a
los padres, no solamente a concientizarlos, sino especialmente a brindarles los
medios para que sus casas no albergaran más plagas.
Hace 50 años la vinchuca entraba a la escuela, cuando lo que
teníamos que hacer era sacarla de las casas, y de nuestras vidas.
Pero claro. Era más fácil quitarme el sueño, que
arremangarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario