martes, 15 de diciembre de 2020

Flora, un juglar dando la vuelta al mundo


En marzo de este año, pocos días antes de que empezara esta larga cuarentena que vivimos, Flora Rodríguez Lofredo –sin dudas, la mejor escritora de Santa Cruz– mandó a reimprimir su libro Hernando de Magallanes, un destino, una vida”, cuya primera edición había visto la luz en marzo de 2007. 

Pretendía con ello nuestra querida poeta y contadora de anécdotas, mitos, leyendas y otras verdaderas delicatessen, sumarse así a la celebración del quinto centenario del paso del gran navegante por las tierras santacruceñas –más específicamente, por Puerto San Julián– y todo lo que produjo en esta tierra su presencia avasalladora, inmisericorde y al mismo tiempo movilizadora de una enorme cantidad de hechos posteriores.

La llegada de las medidas de aislamiento social, preventivo y obligatorio, antes de que la nueva edición del libro tocara el puerto santacruceño, pusieron en espera tanto al reparto de este interesante ejemplar, como a la celebración en sí, esperada durante tantos años por toda la comunidad sanjulianense.

Pero no interesa en esta pequeña columna el hecho del quinto centenario en sí –tema al que en algún otro momento prometo acercarme– sino la delicada factura de este libro de Flora, tal vez una de las mejores creaciones literarias que se han escrito sobre Magallanes y su largo periplo a través de los mares del mundo.

Con una sensibilidad que ha crecido con los años, la Lofredo decidió en su obra Magallanes”, hablarnos como si fuera un juglar omnipresente, que va poniendo en palabras los hechos que jalonaron el epopéyico viaje y los sentimientos que desencadenaron en sus principales protagonistas.

Toma vuelo así, página a página, la sensación de que es un narrador del Renacimiento y no la querida Flora, quien va desgranando, acompañado de su laud, los momentos majestuosos y los más terribles, transportando al lector a la época en que sucedieron los hechos, y ayudando a comprender la impresinante aventura que protagonizaron Magallanes, Pigafetta, Elcano y el puñado de hombres que surcaron en la Nao Victoria y sus acompañantes, todos los mares que Europa conocía y los que ni siquiera se imaginaba.

Con el contrapunto de pequeños textos que dan contexto histórico, provistos por el historiador sanjulianense Pablo Walker, la obra de Flora es toda una aventura en sí misma, en la que destaca ese maravilloso don para captar profundamente el contexto y transformar su voz en la voz de los protagonistas. Un don que volvería a usar, en su poemario Piedra sobre piedra”, en el que entrega su capacidad literaria para darles voz a los tehuelches y sus vivencias.

Flora es una gran escritora, con un profundo sentido del humor y una capacidad de entender y proyectar los mundos en los que se sumerge para darles voz. Magallanes” es un acabado ejemplo de esa capacidad, que vale la pena disfrutar, no como obra definitiva sino como un hito más en el largo periplo de una autora que siempre ha buscado nuevas formas de comunicarse y hacernos disfrutar de la palabra.

Para quienes quieran acercarse al libro, aquí el link

https://drive.google.com/file/d/1WaiOfMR10DeA4M21WEcfbJKHWRXH-jaw/view?usp=sharing

https://drive.google.com/file/d/1BxkBNZsBM7SYIFSAKEAe5EMfB0L4PZw_/view?usp=sharing


martes, 13 de octubre de 2020

Ausencias

Foto: Horacio Córdoba (detalle)


Río Gallegos atraviesa uno de los momentos más difíciles de sus  casi 135 años de vida. El virus SARS CoV 2 hace estragos y ya ha generado cantidades enormes de fallecidos para lo que son las cifras habituales de decesos en esa ciudad. Los números no asombran en el resto del país porque se toman las cifras de toda la provincia, pero baste considerar que en un solo día –el más trágico– murieron más vecinos por Covid que los que se contabilizaban en promedio por todas las causas en una semana completa. Repito: en un solo día y por un solo motivo, murieron más personas que en cualquier semana del año pasado, por todas las causas sumadas.

El sistema de salud está colapsado, la mayoría de los pacientes llegan al hospital en situación ya muy difícil, y pareciera que los tratamientos que se aplican no son los óptimos, o que no se echa mano a todos los recursos. Incluso, se vive una inédita situación, en la que las autoridades niegan la posibilidad de aplicar un tratamiento –el de ibuprofeno inhalado– que ha sido positivo en muchos lugares del país –e inocuo en otros, en el peor de los casos–, y que sería un recurso más para frenar, o al menos mitigar, un panorama desesperante.

Lo triste es que la ciudad completa estuvo cerrada durante largos meses, en el convencimiento –hoy demostrado como totalmente erróneo– de que no moverse y clausurar toda actividad económica y social era un remedio contra el Covid, cuando solo se trataba de una estrategia de patear la pelota para adelante, a costa de dolorosos retrasos económicos, sociales y sanitarios que son un pasivo totalmente injustificado, máxime cuando existía un pacto tácito entre gobernantes y sociedad, que establecía que los ciudadanos se quedaban en casa mientras el gobierno multiplicaba los recursos sanitarios.

Pasó lo previsible: la infección se expandió como una mancha de aceite, porque no había anticuerpos en la sociedad y porque las condiciones de hacinamiento y falta de circulación de aire en hogares es un caldo de multiplicación propicio, y el sistema colapsó a la primera de cambio.

Y no hay nadie a quién echarle la culpa. El gobierno, con pequeños matices, es del mismo signo desde que volvió la democracia, y la actual gobernadora y su familia han tenido injerencia directa y continua en el sistema de salud en los últimos 30 años.

Amigos, conocidos, vecinos y parientes, van desapareciendo en el día a día. Galleguenses que no pudimos terminar de disfrutar, que se fueron y no pisarán más las calles sureñas. Vidas perdidas por una decisión que hoy se muestra equivocada, con el agravante de que quienes la tomaron proponen como única solución, insistir en lo mismo.

Enorme tristeza por un lugar que durante gran parte de mi vida sentí como propio y que hoy se hunde en el desamparo, pagando con la vida de decenas de vecinos, la decisión de abandonarse, de no construir futuro, de copiar los peores vicios y olvidar las mejores virtudes. 

martes, 15 de septiembre de 2020

El mundo no nos estaba mirando



En 1979 ingresé a la Escuela Normal Superior de Profesorado de San Nicolás (Buenos Aires). Con el título de bachiller en mano, iniciaba mi formación para ser profesor de matemáticas y física, algo con lo que soñaba desde años atrás. 

Cursé el primer año sin sobresaltos, rendí bien mis primeros finales en diciembre y en marzo de 1980, me tocó cumplir con el servicio militar, lo que me cortó totalmente el ritmo de estudios y provocó, en definitiva, que perdiera los 16 meses que duró mi encierro por aplicación de una obligación legal que si no se cumplía, llevaba al evasor a la cárcel.

Abro paréntesis. El servicio militar no me dejó otra cosa que malas experiencias: nunca me gustó la vida militar; me desagradan profundamente las armas y ejercer la violencia; me resulta inaceptable que existiera una ley que obligaba a perder la libertad por al menos un año; estuve quince meses con más arrestos que francos e imposibilitado de estar cerca de mi padre, que transitaba sus últimos años de vida; y tuve que escuchar diatribas contra mi propio estilo de vida y participar de operativos y patrullajes que avergüenzan. Me refugié en la literatura, escribí lo que después supe que serían mis últimas creaciones literarias, y eso me ayudó a que olvidara rápidamente el mal trago. Cierro paréntesis.

Cuando por fin me dieron la baja ya había perdido, además de todo el ciclo lectivo de 1980, el primer semestre de 1981. La enfermedad de mi viejo se agudizaba, tenía que hacer algo para vivir y había perdido completamente el ritmo de estudio. Resultado: a duras penas logré sacar las materias del segundo año, y ya no pude volver a retomar, ni en San Nicolás ni en Río Gallegos, a donde me llevaron las crisis internas, familiares y económicas.

Ser profesor de matemática y física quedó entre las cosas que me faltaron hacer y que me pesan, como otras de la que tal vez hable en otro momento.

Esta experiencia viene a cuento, porque es algo en lo que he pensado mucho en estos largos meses de cuarentena que ya no es tal, y de prohibiciones que no se pueden cumplir. Me imagino a los cientos de miles de chicos que tenían que empezar su carrera terciaria o universitaria, muchos de ellos lejos de casa, y que no lo han podido hacer, o que el desgaste de clases virtuales que no alcanzan, dinero que falta o restricciones que les cierran las puertas de las ciudades en muchos casos, los ha llevado a no poder continuar –o iniciar– sus carreras.

Ni hablar de los chicos que debían iniciar el primer grado, o el jardín, o el secundario.

La tozudez de un encierro que niega la posibilidad de volver a las aulas, y que visiblemente no ha servido para otra cosa que retrasar el efecto de la pandemia, se me muestra cada vez más inexplicable.

Se suponía que parábamos el país unas semanas –con todo el dolor y retroceso económico y social que ello podría conllevar para un gran número de argentinos– para mejorar el sistema de salud, ganar tiempo y organizarnos, de manera que el virus golpeara lo menos posible. Pero pasaron los días y se empezó a creer que los casos eran pocos y las muertes menos, gracias a escondernos, a guardarnos en casa mientras el resto del mundo se venía abajo. Pero nadie de los que toman las decisiones, tuvo en cuenta que es ilógico poner en cuarentena a personas sanas, que es imposible quedarnos guardados hasta que la peste pase o tenga un antídoto, que no podemos suspender eternamente nuestra vida.

Y nos hablaron de nueva normalidad, de que el mundo sería distinto, y de que todo colapsaría. 

Y empezaron a surgir las preguntas, cada vez más incómodas, contradictorias y difíciles de responder: ¿para qué nos preparamos si los recursos no alcanzaron? ¿qué sistema es el que prepararon? ¿cómo pretendían que hiciéramos para vivir encerrados, alejados de todos, ocultos para siempre? ¿somos nosotros los que estamos fallando, como sostienen quienes tomaron las decisiones, o es que era imposible mantener una estrategia destinada al fracaso?

Y así estamos hoy, con gente que pese al evidente error de estrategia, sigue pidiendo más encierro, más sacrificio y más fase uno, sin percibir que el problema es que no se puede combatir una peste escondiendo a los sanos eternamente, ni que todos los que tienen el virus están enfermos, como no todos los que damos positivo en la reacción Mantoux somos tuberculosos.

El problema no es argentino, exclusivamente: Perú y Colombia aplicaron estrategias similares, aunque por menor tiempo, y hoy nos siguen muy de cerca en las cifras. Igual, hemos sido los que más profundamente aplicamos la estrategia de cuarentena para los sanos, y esta semana llegamos al primer lugar en cantidad de muertos por millón.

Como agravante, nuestro dolido país dejó de tener límites entre municipios y provincias, y pasó a tener fronteras, muchas veces inexpugnables, porque nos gusta jactarnos de solidarios, pero lo único que les importó a la mayoría de comunidades, fue que si había algún enfermo, se quedara afuera, sin importar si llegaba al pueblo de fiesta o si traía comida, transportaba mercadería esencial o trataba de dar su último adiós a un familiar o amigo. Nada.

Y para empeorar, no se trata de una posición de un determinado sector político, porque la estrategia la aplicaron por igual sin distinción de colores ni banderías.

Y así estamos. Contando contagios y fallecidos, sin saber si esos números en sí son anormales, lógicos, esperables o disparatados. Y contando avasallamientos varios a la libertad, a los derechos más elementales y atropellos de toda calaña.

Terminaremos un año sin clases, un año mucho más pobres. Un año con más vínculos rotos y más desunión.

Un año en el que muchos enfermos de pequeñas y grandes dolencias, no se trataron.

Un año con más problemas dentales y oculares sin atender, con cloacas desbordadas que no se arreglan, semáforos que no se reparan, transportes que no funcionan y un miembro más de cada familia que se quedó sin trabajo.

El mundo no nos miraba con atención ni con envidia, como nos contaron allá por abril o mayo. El mundo ni siquiera nos miraba, y otra vez la región, el continente, casi todos los países, saldrán de sus respectivos problemas –como ya lo están haciendo– y seguirán avanzando sin nosotros, que gracias a estas medidas, tendremos un poco menos de compatriotas preparados para entender lo que viene.

jueves, 20 de agosto de 2020

La vida se abre paso

El 25 de mayo, la movilera de Río Gallegos Karina Taberne –que ha mantenido la información al día sobre la pandemia a través de sus redes sociales desde el primer día– publicó la foto que ilustra esta nota, y que es todo un símbolo de la desolación: un coche fúnebre transitando solo, sin acompañamiento de otros vehículos ni de ciudadanos a pie, el camino hacia el cementerio de la ciudad.

Ya habían transcurrido ocho semanas de cuarentena estricta y la ciudad sureña reportaba un puñadito de casos de Covid-19, todos importados y focalizados en el movimiento de personal de la zona petrolera. En todo el país, salvo los denominados esenciales, nadie se movía, nadie producía, nadie salía de su casa, ni siquiera para el ancestral rito de despedir a un familiar o amigo que hubiese muerto, aunque esa muerte no tuviera nada que ver con el virus, ni ninguno de sus deudos estuviera en riesgo.

Tengo –todos tenemos– amigos, conocidos, vecinos o parientes, que han pasado en estos largos meses de encierro y distanciamiento, por una situación parecida.

Las honras fúnebres, en las sociedades occidentales al menos, son una reafirmación de la vida: no honramos al que se fue, sino a lo que compartimos con él, y a partir de su despedida, comenzamos a construir una nueva forma de vivir sin su presencia. 

Porque la vida sigue y se abre camino, aún contra nuestra voluntad.


Miedos atávicos, reacciones antisociales


Las primeras medidas de distanciamiento social (cierre de museos y paseos públicos, reducción de frecuencia del transporte público, suspensión de espectáculos masivos) me sorprendieron en medio de un breve viaje a Buenos Aires, planificado con tres meses de antelación. A medida que el tren avanzaba en su lentísimo periplo de Córdoba a Buenos Aires, me iba enterando de que casi todo lo que tenía planificado visitar estaría cerrado al llegar, y al final solo me quedó mirar el Rosedal de afuera y dar una vuelta por el Jardín Japonés.

Los funcionarios nacionales negaban por entonces –12 de marzo– que fueran a cerrar las escuelas o que se aplicaran otras medidas más serias que las de evitar los espectáculos públicos. De hecho, se prometía que el fútbol no iba a parar más que por una o dos semanas. Había temas más serios, nos explicaron, como el dengue. Y también, los mismos científicos nos daban cátedra de por qué no era necesario usar barbijo, y hasta era contraproducente.

En ese viaje de ida, escribí algo al respecto: [Pelado y periodista: Viajeros](https://sergiodileo.blogspot.com/2020/03/viajeros.html)

Tres días más tarde, se anunció que las clases no empezaban, que el fútbol se cerraba y que las frecuencias de los transportes públicos se disminuían.

Regresé a Córdoba viendo espacios cada vez más vacíos, hasta que, días más tarde, se decretó la cuarentena para todo el mundo. Una cuarentena que se inició sin mucha planificación, dejando gente y actividades fuera de toda posibilidad y, lo que es peor, desconociendo el ritmo y la forma de vida de grandes bolsones de las grandes aglomeraciones urbanas, donde el quedarse en casa es muchas veces una quimera, porque no hay casa que aguante a tanta gente adentro, o porque sencillamente no hay tal cosa que pueda ser denominada una casa, cuando a duras penas se tiene un techo agujereado, dos colchones y un anafe a garrafa puesto sobre dos bloques inestables.

El miedo al virus pudo más. Las noticias del exterior espantaban y se tomaron medidas cada vez más duras. Muchos funcionarios locales y provinciales –apoyados por sus votantes, que todo hay que reconocerlo– desempolvaron su tradicional afinidad con la prohibición, con decidir sobre la vida de los otros y con lograr, en suma, que todos se comporten como la autoridad quiere que lo hagan.

Y así se nos vino encima esta larga reclusión, que ha costado tanto a tantos, y que parece que no ha servido de mucho, a la luz de los resultados actuales.

Sobre la decisión de esconderse, tan atávica, tan medieval, tan antievolutiva, también escribí algo, allá por principios de abril, cuando recién llevábamos un mes guardados: [Pelado y periodista: Postales de una temporada triste](https://sergiodileo.blogspot.com/2020/04/postales-de-una-temporada-triste.html).

Mientras tanto, en los barrios, en los rincones más apartados, la vida se seguía abriendo camino, porque hay que laburar y no podemos estar guardados eternamente. Solo quienes se atrevían a morir, lo seguían haciendo solos.


Comparaciones, que siempre son malas y discutibles


Pongamos algunas cosas en perspectiva, porque se tiran cifras y muchos se asustan.

Durante 2019, en Argentina murieron por todo tipo de causas, 965 personas por día. El 9% de esa cifra (32.000 compatriotas en todo el año) falleció por gripe y sus complicaciones. Si tenemos en cuenta que la incidencia de las enfermedades respiratorias se da en invierno, podemos afirmar que entre junio y setiembre murieron unas 200 personas por día por este motivo. Son cifras del año pasado, en que –al igual que en años anteriores– se aplicó la vacuna a gran parte de los grupos de riesgo.

No hay mediciones exactas de la cantidad de enfermos por gripe (mucho menos de portadores asintomáticos), pero si interpolamos el índice de mortandad, seguramente superan ampliamente los 6 millones, es decir el 15% de la población.

Las enfermedades y dolencias respiratorias producen una saturación de camas habitual en invierno. Quien ha necesitado ser internado de urgencia en esos meses, sabe que muchas veces se debe deambular de clínica en hospital buscando una cama libre.

La gripe española produjo estragos en la segunda mitad de la década de 1920. Como dato curioso, no se la denomina así por haberse iniciado en España. De hecho, se inició en Estados Unidos y se propagó a Europa con las tropas que viajaron a combatir en la Gran Guerra. Lo que sucedió es que España fue el único país europeo que dio a conocer noticias de la evolución de la enfermedad, porque al no estar participando en la guerra, no ocultó información. La cantidad de infectados es incierta, pero se afirma que en las trincheras, se llegaron a enfermar entre el 40 y el 80% de los soldados, falleciendo una cuarta parte de ellos. A la Gripe Española –que se cobró entre 20 y 50 millones de vidas, que duró varios años y que fue mucho más extensa y grave que lo que estamos viviendo ahora– no la frenó una vacuna, sino la inmunidad de la población y el propio decrecimiento en la letalidad del virus, que al igual que como lo estamos viendo ahora con el coronavirus, fue bajando su agresividad paulatinamente hasta transformarse en una enfermedad de muy baja letalidad.

Suspender la guerra y quedarse todos en sus trincheras hasta que llegara la vacuna, nos hubiera ahorrado muchos dolores de cabeza: no hubiese finalizado la primer guerra, ni sus consecuencias directas o indirectas, como la aparición del nazismo, la segunda guerra, la guerra fría, etcétera.

El dengue ha sido un problema serio en nuestro continente, y cada vez ocupa un espacio mayor en Argentina. Es visible el fracaso de las políticas implementadas al menos en las últimas dos décadas para frenar esta enfermedad, que no ha parado de crecer y es transmitida por un mosquito al que puede combatirse y del que se conocen todos sus hábitos y costumbres. 

Este año, se registró la mayor cantidad de infectados de la historia. En las primeras 24 semanas de este año, se registraron 55.244 casos, mientras que en 2016 (pico anterior) se habían contabilizado 40797 en el mismo período. Los valores no se han disparado de manera incontrolable porque aún no ha sido afectado de manera notable el conglomerado AMBA, pero año a año se acerca más a esa zona.

Ya que no han podido parar el mosquito, la posibilidad de quedarse encerrado con las ventanas bajas y los mosquiteros puestos sería una posibilidad interesante para enfrentar la enfermedad.


La vida se abre paso


Guardarse unas semanas para preparar el sistema sanitario tenía alguna justificación. Seguir guardados esperando una vacuna que demorará mucho más en llegar, y que posiblemente produzca el mismo efecto que si no nos hubiéramos guardado, ya no parece una tan brillante idea.

Algunos países tomaron medidas similares y otros las opuestas. El final del camino mostrará a quiénes les fue mejor y a quiénes no. El tema es que Argentina estaba mal, y pararla de la manera que se la paró, le ha hecho peor, y eso lo sienten los millones de habitantes que no cobran todos los meses, que no tuvieron de entrada permisos para circular o que aún siguen esperando que los dejen volver a trabajar.

Lo cruel es echarle la culpa a la gente –a nosotros– por elegir un camino que era insostenible más allá de 15 o 20 días.

Lo cruel es pretender que sigamos sin poder hacer lo que siempre hacíamos, que sea delito despedir a un pariente o brindar con un hijo. 

En los lugares donde la tormenta pegó antes y más fuerte, la vida finalmente se abrió paso, y con ciertas distancias y barbijos de por medio, ya todo vuelve a ser lo mismo. Nada se derrumbó y el mundo siguió andando.

Y nosotros aquí estamos, entretenidos en otra grieta, esta vez entre los que creemos que hay otra forma de enfrentar este virus y los que creen que la única opción es esconderse.

Viendo cómo algunos tratamos de hacer una vida lo más normal posible mientras otros siguen disfrutando del deporte de acusar, reprimir y asediar a cualquiera que ose intentar otro camino.

Y más allá de lo que pensemos unos y otros, y de quién acuse y quién responda, la vida, como siempre, se abre paso, y la cuarentena termina siendo una ley más para no cumplir en esta extraña y difícil Argentina.

martes, 21 de julio de 2020

Fabián y el señor Gutiérrez

Conocí a Fabián cuando era un chiquito de entre 11 o 12 años. Por entonces yo había adoptado a Julio Nervi como algo así como  mi hermano mayor –y su familia pasó de alguna manera a ser la mía en ese exilio autoimpuesto, equivalente a irse al exterior que fueron mis primeros años en Río Gallegos– y Fabián era una presencia habitual en el hogar de Julio y de otros integrantes del barrio de jóvenes profesionales y empleados de carrera que habían construido sus casas en el naciente barrio Jardín con la línea de créditos Reactivación del Banco Hipotecario y sobre terrenos cuyos titulares fueron rigurosamente seleccionados por la Dra. Ángela Sureda, cuando era intendenta de la dictadura militar. La pequeña barriada –casi una gran familia– se asentaba entre las calles Mitre y Alcorta, empezando en Villarino y terminando en la avenida Sureda, porque del otro lado de la calle estaba una parte del basural y el terraplén que contenía las mareas, porque hasta ahí llegaba la ría.
Yo vivía a una cuadra de allí, en un departamentito con mejores recuerdos que comodidades, y me cruzaba mucho con Fabián y con otros vecinos que fui conociendo, como José Tur, Nilda Azar, el Negro Chávez y la Tere García, esta última madre de Fabián. La memoria me juega una mala pasada y no recuerdo el nombre de su padre, profe de fútbol por entonces.
Había gente de todos los partidos, o de ninguna. De distintas edades pero que en general se llevaban bien y compartían lo mundano, como en cualquier barrio. Con el tiempo, una mudanza y la recomposición de mi propia vida, me alejé de ese grupo, aunque guardo afecto por los momentos vividos.
Teresa García era una referente como administrativa confiable, segura y, por sobre todas las cosas, incorruptible. Ya integraba la segunda línea de lo que entonces se conocía como Ateneo –que luego fue Frente para la Victoria Santacruceña y que hoy todos conocen con el englobador mote de kirchnerismo–, cuyo triunvirato conductor estaba formado por el mencionado Negro Chávez (un abogado cordobés con idas y venidas en la estructura y que terminó siendo una espada kirchnerista esencial en la justicia santacruceña, y que entre otros, cobijó en Río Gallegos y le hizo ganar espacio al influyente Carlos Zannini), el propio Néstor Kirchner y la que todos llamaban “la Bruja”, la actual vicepresidenta Cristina Fernández.
Pasó el tiempo y Fabián creció, y por los contactos de su madre y el conocimiento que tenía de casi todo el grupo gobernante, fue natural que se integrara al círculo íntimo de los asistentes todo servicio que siempre rodearon al que resultó siendo el matrimonio más famoso del país.
Yo dejé de verlo, prácticamente. No frecuentaba sus mismos espacios –y por suerte, mucho menos sus áreas de acción– aunque sí sabía que con poco más de 30 años ya tenía más dinero del que podía justificar, en autos, hoteles, propiedades y buena vida. ¿Llamaba la atención? La verdad que no demasiado. Al fin y al cabo, había tipos que laburaban menos y tenían fortunas mucho más grandes –e injustificables– que la que él mostraba.
Santa Cruz avanzó en algunas cosas y retrocedió en muchas otras mostrando esas miserias: con la aceptación y la tolerancia comunitaria hacia convivir con tipos y mujeres que se enriquecían siendo simples funcionarios o empleados, que supuestamente ganaban un sueldo medio y según ellos yugaban todo el día para poner de pie al país–o a la provincia o al municipio o a la dirección de limpieza de baños–, y sin embargo les quedaban ahorritos y tiempo para ser exitosos hoteleros, grandilocuentes constructores, imparables restauranteros o fabulosos vendedores de autos de lujo.
Muchos hacían negocio con ellos, otros vivían de ellos, unos cuantos más simplemente soñaban con ser algún día como y ellos, y una triste comparsa detrás andaba abriendo la boca para que estos infames personajes les dejaran caer unas migajas con qué alimentarse mientras usufructuaban el cargo que ostentaban en beneficio propio y de sus propias familias.
Yo los vi y los conocí. No me lo contó nadie. Y en el tiempo en que ellos se llenaron de guita mal habida, muchos trabajaron políticamente con ellos (algunos pocos hoy son entrañables amigos), los apoyaron y no tocaron ni un centavo. Y fueron tan honestos que la mayoría hoy languidece esperando la jubilación o cuidando que los otros (los que no están autorizados) no roben, como sucedía con la Tere García, 30 años atrás.
Fabián llegó muy joven a ese mundo de la plata demasiado fácil, el usufructo del cargo para beneficio propio y el dinero en cantidades obscenas corriendo por sus manos. No necesito pruebas para afirmarlo, basta con ver su situación patrimonial luego de poco más de 15 años de ser empleado público al servicio de sus amados Néstor y Cristina.
Y fue ese mundo el que lo llevó a estar en el lugar equivocado, en el momento inapropiado y en manos de personas que opinaban que no era necesario pasar tantos años de devoto servicio para juntar la tarasca, si se podía hacerse de ella con un simple apriete.
Y así murió. De una manera atroz, con un sufrimiento hasta su último aliento que nadie debería tener que soportar. Ninguna de sus malas decisiones, tropelías y aprovechamientos, ninguna de sus deshonestidades y jugadas reñidas con la más simple ética, podrían justificar nada de lo que le pasó.
Solo un juicio y la cárcel –o al menos, en este país tan poco propenso a  castigar estas cosas, el rechazo y consiguiente repudio social– hubieran sido si no suficientes, al menos aceptables.
Pero le pasó lo peor. Y así como nunca pude reconocer en el gordito canoso en que se convirtió el impunemente llamado “empresario” Gutiérrez, al Fabiancito del barrio Jardín; tampoco puedo dejar de ver por estos días, cada vez que cierro los ojos, el rostro ensangrentado, desfigurado  por un dolor que no me animo a imaginar, torturado hasta lo inexplicable, ya no al señor Gutiérrez, sino a Fabián, aquel chico que conocí cuando tenía entre 11 y 12 años y yo apenas el doble, que es decir casi la misma edad que los acusados del horrendo crimen.
A Gutiérrez puede que lo hayan llevado a la muerte sus malas decisiones, su falta de ética y la forma en que decidió construir su riqueza.
A Fabián, en cambio, la que le hizo atravesar el peor de los calvarios en su paso a la muerte fue su propia comunidad, la que en algún momento decidió que no era tan malo hacer las cosas así, si se recibía algo a cambio.
Los familiares de las víctimas de Once sostienen que la corrupción mata, Los familiares, vecinos y amigos de Fabián deben empezar a  entender, de una vez por todas, que mata de la peor manera, y que se ensaña especialmente con los chicos.

domingo, 19 de julio de 2020

Evoluciones

Una hija de amigos –que viene ganando espacio en mí como amiga, aunque no sé si ella así lo quiere (ni tampoco viene al caso, en este caso)– me pasó un texto breve que desencadenó otras cosas; entre ellas, esto.
Fragmento de algo más grande, contaba una pequeña porción de sus experiencias de crecer entre piropos, miradas ultrajantes y deseos explicitados a quien no estaba en posición ni en momento de hacerles frente y salir indemne.
Confieso que siempre me molestó el piropo callejero y jamás lo dije. También he tratado de disimular cuando una mujer atrae mi mirada en la calle: si miro, siento que estoy invadiendo un espacio al que no fui invitado. Hombre al fin, no siempre lo logro, y estoy seguro de que en más de una oportunidad he incomodado a alguien.
De hecho, han pasado más de 25 años y todavía me persigue el no saber qué hice para hacerle parecer a una chica que trabajaba bajo mis órdenes en un diario (pasquín oficialista ya felizmente desaparecido y de dudosa catadura), que la estaba acosando. Como dato de color, hacía apenas un año que estaba casado y mi única intención, por aquellas épocas, era terminar rápido mi tarea para volver a mi casa y compartir el tiempo con mi pareja. Nunca me dio la oportunidad de pedirle disculpas por el malentendido que la llevó a sentirse agraviada, pero la situación me llevó a ser de allí en más mucho más cuidadoso en la relación con mujeres, especialmente si yo gozaba de alguna posición dominante laboralmente hablando.
También me gusta el erotismo. Siempre he disfrutado un buen relato, una buena foto, pintura o video. No la pornografía, pero sí la sutileza de la sensualidad, el devenir de una historia erótica bien contada, o un dibujo sugerente.
Compatibilizar ambas cosas –el cuidado de no molestar y la alegría de disfrutar– siempre ha sido difícil, pero no imposible. Casi siempre basta con comprender que si alguien provoca una reacción en uno, el que está reaccionando es uno y lo más seguro es que el otro ni siquiera esté enterado de lo que está provocando, y aunque lo esté, no tiene por qué sufrir ningún tipo de agresión por ello.
En estas épocas de tanta corrección política, sobreactuaciones y posverdades, la cosa se pone más difícil. Como explica el genial humorista Ricky Gervais en su espectáculo Humanity, si escribo algo en una red social –o en este blog, por caso– no significa que lo estoy haciendo para la persona que justo ahora lo está leyendo. Simplemente lo escribo. Entonces, por favor, no lo tome como si le estuviera hablando a usted de manera personal. Eso es como si al ver un cartel que dice “Tome Coca Cola”, usted se enojara y golpeara el cartel diciendo “¡No me moleste, no tengo sed!”.
Volviendo al tema de los piropos, los acosos y mi querida amiga, discrepo con ella en que el problema sea el patriarcado. O mejor dicho, que el patriarcado, como se lo llama, sea una cuestión de hombres. Es más bien una característica de la sociedad que formamos, que se desarrolló así y que se deformó tratando de suplir con actitudes la mayoría de las veces detestables y repudiables, la imposibilidad de entender cómo lidiar con la evidencia de una mujer que aparentemente tiene menos resistencia física; que usa el cerebro de una forma más mundana y multitareas, haciendo parecer que no está prestando atención a nada cuando en realidad se ocupa de casi todo al mismo tiempo; que asume tantas tareas dejándonos tiempo para pensar que somos los que pensamos. Y que encima, cuando decide, es la que decide, la que nos ordena el mundo y le da sentido al devenir de los días.
Las sociedades cambian, y lo hacen a ritmos cada vez más alocados. Compartimos espacios en una estructura que, por suerte para la dignidad y la vida, es más tolerante que la que se impone en otras latitudes del planeta. Y la buena noticia es que mi amiga y sus amigas están caminando en un mundo que saben que ya no será el mismo, aunque todavía no lo vean y les parezca opresivo.
En nuestro lado del mundo, hace solamente 150 años se comerciaban personas; hace 100 años se quemaban vivos a los que pedían mejores condiciones laborales; hace 70, se les aplicaba electroshock como método terapéutico y se hacían castraciones químicas a homosexuales; hace 40 años estaba prohibido separarse; hace 25 años metían presos a los ciudadanos que se vistieran con ropas distintas a las del sexo que indicaba su DNI.
El mundo cambia, y digan lo que digan, lo hace para bien, aunque muchas veces nos duelan los cambios o no los entendamos.
Mi amiga hija de amigos aporta su grano de arena, contando su historia, aunque más no sea para ella, haciendo visible lo que muchas veces no vemos y haciendo que un señor mayor como yo, se ponga a cuestionar actitudes para tratar de ser menos jodido en las vueltas al sol que le queden por dar.

domingo, 7 de junio de 2020

Lord Jones y los periodistas

El escritor y ensayista británico G.K. Chesterton acuñó una sencilla frase para definir al periodismo: es un trabajo que consiste en informar que Lord Jones murió a personas que nunca supieron que Lord Jones vivía.
De eso se trata, con sus variables, sutilezas y derivaciones, el periodismo, o al menos el que me gusta: contar hechos que vale la pena conocer, explicar lo que ocurrió, lo más descarnadamente posible, por la simple necesidad de que los receptores lo sepan, que sus decisiones vitales –qué comer, cómo vestirse, como cuidarse, a quién elegir, a qué hora levantarse, qué espectáculo mirar o en qué invertir– sean tomadas con más datos, o simplemente para que sus ratos de lectura sean más entretenidos.
Consecuentemente, me revela la actitud de los que, utilizando las herramientas, el espacio y los modos del periodismo, toman las partes que les convienen de lo que van a contar, ocultando otras, o presentan hechos sin contexto, para forzar interpretaciones y dirigir la mirada exclusivamente a un punto y no a otro.
Por suerte son los menos. La mayoría de los periodistas hace bien su tarea. Unos con mayor o menor formación que otros; algunos bientratando el lenguaje y otros golpeándolo como si fuera un tambor de plástico en manos de un chimpancé con hipo; varios formándose y preparándose antes de cada cobertura y otros encendiéndose junto con la cámara o el micrófono y apagándose después. Pero todos destacables, en su medida, porque no hay que confundir profesionalismo y formación con mala leche.
En lo que va de este nuevo siglo, una de las cosas que más me ha molestado, fue ver la forma en que muchos desarrollan el ataque constante a los medios de comunicación como culpables de todos los males. No es que me moleste el ataque en sí. Dueño es cada uno de echarle la culpa a quien le parezca justo por lo que considera los males de su ciudad, su país o su mundo –si halla las pruebas que satisfacen su posición–, pero sí que se meta dentro de esa bolsa a los periodistas, como si fueran seres sin ética ni moral, que mienten descaradamente para servir a sus amos por unas migajas y convencer a compatriotas, vecinos y familias, de que el camino que sus verdugos eligieron para dominarlos es el mejor.
Los periodistas son profesionales que hacen su trabajo. Algunos bien, otros regular y otros mal, y el sistema los necesita a todos. Trabajan de manera independiente o lo hacen para medios que, a su vez, pueden ser buenos, regulares o malos, como sucede con todas las profesiones y oficios.
Las sociedades modernas necesitan mucho de los periodistas y del periodismo. Son el vehículo necesario para ayudarnos a conocer a Lord Jones antes de que se muera, aunque sea para saber que su existencia no nos importaba en lo más mínimo.
Hoy que me cuelgo de los cables y me alejo cada día más de la profesión, los necesito más que nunca, porque a través de ellos puedo saber cómo fue el día un metro más allá de mi vida.
Entre los muchos que leo –o veo– y respeto y admiro, va mi reconocimiento especial en este día para cinco sureños con quienes me enorgullece haber trabajado o compartido algún tramo de mi carrera: la Gallega Taberne, Mirta Calafiore, la Negra Espina, Alfredo Fernández y Mariana Cabezuelo.

lunes, 6 de abril de 2020

Tito, Ezequiel y los culpables

Hoy 6 de abril cumple años quien fue un gran amigo, uno de los que más quise en mi adolescencia y con quien me hubiese gustado seguir compartiendo la madurez.
Cada 6 de abril de cada año, en estos 50 años, me acordé indefectiblemente de que era su cumpleaños, y lo saludé en silencio.
Con Ezequiel –que así se llama– no nos peleamos ni nada parecido. Simplemente las decisiones nos separaron: él se fue a Rosario a estudiar, después yo me fui al sur y cuando empecé a volver él ya se estaba yendo a España.
Nos reencontramos hace unos ocho o nueve años, en una reunión de excompañeros de secundaria. De mi parte al menos el cariño sigue igual, pero ya no puedo llamarme amigo –aunque quisiera– de alguien de quien ni siquiera sé los nombres y edades de sus hijos, y viceversa.
Me queda el convencimiento de que si la geografía y el tiempo lo permitiera, seguiríamos siendo amigos como hace 50 años, y yo estaría orgulloso de eso.
Por una de las raras vueltas del loco jugador de dados que es esa convención que llamamos calendario, hoy 6 de abril también se cumplen 37 años de la muerte de mi viejo, Tito.
De él me queda la idea de padre; la herencia de la pelada y la miopía; el apego a las letras, al olor a tinta, a saber algo nuevo cada día; la cara de culo y el humor siempre presente.
También me dejó cosas malas, pero prefiero que las enumeren otros, que este es mi espacio y pongo lo que me conviene.
En estos días me acordé de ambos, y no por buenos motivos. Con mi viejo nunca hablé de discriminación, racismo o antisemitismo, según recuerdo, pero estoy seguro de que estaba muy lejos de él avalarlos o soportarlos.
Ezequiel es judío. Tampoco lo hablé con él, pero por estar cerca vi pequeños y grandes actos de discriminación, de trato diferente, como si ser de una familia judía lo pusiera en una categoría humana distinta al resto. No sé qué pensaría él o cómo lo sentiría, pero yo sí lo veía y ya entonces me molestaba.
Con el tiempo, el racismo en general y la judeofobia en especial se me han hecho cada vez más intolerables. Por eso, escuchar o leer a personas emitir juicios o proferir acusaciones basados en preconceptos de xenofobia y racismo, me llena especialmente de espanto y bronca.
Ayer leí en Facebook que alguien trataba a los judíos de “esa gente”, otras veces aparece en el grupo de whatsapp la detestable expresión “negros de mierda”. En la semana, un impresentable en televisión tuvo que pedir disculpas por culpar a los judíos por el coronavirus, y al hacerlo diferenció a los judíos de las personas. Y sigue la lista.
Cuando se limitan las libertades –como en estos días– y cuando pasan cosas que nos superan –como esta pandemia– lo difícil es mantener los principios, no estigmatizar, no caer en explicaciones idiotas para problemas complejos, no buscar enemigos donde solo hay iguales, sufriendo como nosotros.
A veces la religión, bastante seguido los populismos y siempre los fascismos, están listos para identificar un problema, relacionarlo con un grupo o una costumbre que no sea la mayoritaria y echarle la culpa a esa minoría.
En el medio, las víctimas son los discriminados, pero también los discriminadores, que pierden tiempo, valores y fe atacando a los espejos que aún no han reconocido como tales.
Siempre hay que recordar que cuando esta pandemia sea un mal recuerdo y la vida haya vuelto a lo normal (sea cual fuere la nueva normalidad), tenemos que seguir construyendo, y es imposible hacerlo con ausencias o con cimientos de barro.

viernes, 3 de abril de 2020

Postales de una temporada triste

Foto: Franco Fafasuli (©Infobae)
En la canchita escondida entre casas que a duras penas pueden ser llamadas así, en un barrio obrero del noroeste de la ciudad de Córdoba, un grupo de pibes, jóvenes y adultos juegan al fulbo, que sería fútbol 5 si fueran cinco y cinco y siguieran alguna regla, pero acá es solamente fulbo. No están jugando para violar cuarentena, sino porque varios de ellos tienen que turnarse para ocupar la casa que comparten con demasiados parientes, y que se torna irrespirable de tan promiscua.
Una cámara  de pymes proveedoras de la industria minera, se queja de que les están cancelando los contratos “unilateralmente”. Hasta hace un rato eran empresarios locales que querían ser tratados como tales y se enojaban si las mineras los trataban como empleados, y ahora se quejan por no ser subsidiados por sus clientes. Tampoco parecen percibir que en el país hay miles de pymes paradas en las mismas circunstancias y no se les ocurre pedirles a sus clientes (doña Juana, don Carlos) que los subsidien mientras dure la cua
rentena.
En un par de cuadras de Marcos Paz, en el sudoeste del tercer cordón del Conurbano, la cola para entrar al súper –con riguroso metro y medio de distancia entre uno y otro– se mezcla con la que entra a la verdulería, que va para el otro lado, y con toda la gente que deambula a pie, yendo a los pocos negocios autorizados a permanecer abiertos o volviendo a casa luego de comprar, y con algunos desesperados que tratan de vender sus pequeñas producciones en la calle. Sin autos en la calle y con muchísimas persianas bajas, el ir y venir de personas impresiona más, sin barbijos, ni guantes ni nada de eso.
Cientos de miles de empleados del estado o de grandes empresas, permanecen en sus hogares con la tranquilidad de saber que a fin de mes les depositarán el sueldo igual que si hubieran trabajado normalmente. Muchos empiezan a notar que tampoco eran tan importantes para mantener la rueda girando y les preocupa que sus jefes se den cuenta de esa situación. Mientras tanto, muchos jefes también recluidos en sus casas piensan lo mismo.
Militantes de toda laya y calaña aprovechan cada medida, cada discurso y cada situación para bajar línea, para tratar de mostrar que ellos lo harían mejor o que los anteriores lo hubieran empeorado, de acuerdo al lado del mostrador en que se encuentren.
Un camionero maneja por rutas secundarias de Santa Fe tratando de entrar a pueblos cerrados con barricadas que le prohíben el paso. No les interesa a los cortadores de paso seriales que ese camión lleve insumos esenciales para alguna comunidad y no tenga otro camino para llegar. Si no vives aquí, no entras, parece ser la consigna, llevando la xenofobia sanitaria a niveles que asombran, asustan y no conmueven.
En un barrio del sur de Tucumán, un pintor sale tempranito a pie y a escondidas a terminar el trabajo empezado hace una semana en una casa de Yerba Buena. Necesita hacerlo para cobrar y tener unos mangos en el bolsillo. No le importa –o trata de que no lo incomode– el riesgo que eso pueda significar para él y su familia: sin dinero, la suerte estará echada igual. Lleva en su bolsillo un permiso de tránsito fraguado con la complicidad del dueño de la casa, que le ha prometido mantener distancia para que ninguno de los dos corra peligro.
Dos policías deambulan en un patrullero por las calles de Mendoza buscando a cinco personas que estuvieron en contacto con un contagiado. Una de las direcciones no existe, y empiezan a visitar un montón de domicilios tratando de ubicar al posible infectado. En el camino hablan con cinco, diez, veinte personas, ya dejan de usar el barbijo y han tocado tantas puertas, timbres y rejas que sus guantes son más riesgosos que el pasamanos del tren Roca en hora pico. Pero la frustración les impide notarlo.
El pseudoperiodista y exconcejal cordobés Tomás Méndez, difunde por C5N un video trucho como si fuera un informe verdadero de la televisión italiana de 2015, sumando así a los propios chinos a sus acusaciones previas de inventar el virus que habían recaído sobre Bill Gates, los judíos, la CIA y varios etcéteras, por supuesto que sin más pruebas ni datos que su propia y habitual destreza para mentir y fabricar falsas noticias, que contra todo lo esperable, lo ha convertido en comprador compulsivo de fakenews.
En los bancos, de un solo saque y demostrando la falta de conocimiento de la realidad de muchos de los que toman decisiones sobre nuestras vidas, se tiran por la borda quince sacrificados días de distanciamiento social, porque unos buenos muchachos no previeron que si mantenían por semanas los bancos cerrados y los abrían de golpe para pagar un solo día, se amontonaría la gente, necesitada de efectivo, esa gente que desconfía de los medios electrónicos, o que es analfabeta digital, o que simplemente está tan al borde de caerse del sistema que no comprende otra forma de hacerse de billetes que pasar por el banco a retirar todo lo que hay. Los que armaron la movida que provocó juntar en un solo día en un puñado de lugares a millones de compatriotas, son los mismos que aconsejaron antes de la cuarentena, cuando se empezaban a tomar las primeras medidas de distanciamiento, decidieron achicar las frecuencias de los medios de transporte, creyendo que así disminuían los pasajeros, y ocurrió –como es lógico y lo entendía cualquier usuario habitual– exactamente lo opuesto: al haber menos trenes y micros, los pocos que circulaban se llenaron y lo que hubo fue mayor aglomeración.
En los grupos de Whatsapp, en Facebook y en Instagram, se reciben diariamente supuestos informes confidenciales y verdades reveladas que nos cuentan que el virus lo creó China para derrotar a occidente, o Trump para poner de rodillas a China, o el FMI y Merkel para eliminar a todos los viejos y que les cierren las cuentas a los deudores.  También están los que explican que la pandemia es culpa del capitalismo, y dan datos y cifras que dejan en el olvido que todo comenzó en un país comunista que mintió descaradamente –y lo sigue haciendo– los datos de infectados y fallecidos, y que ocultó la realidad en las cruciales semanas iniciales; los que repiten hasta el hartazgo que USA cobra por atender a sus enfermos o que los abandona, lo que no tiene ningún sustento real y es un mito urbano más, como que el mundo nos mira con esperanza o que la cura ya existe y la esconden para obtener mejores ganancias.
Aparecen los falsos ambientalistas que sueñan con un mundo sin gente, asegurando que el agujero de ozono se recompuso, que la temperatura global bajó dos grados o que ya casi no hay polución, todas aseveraciones sin ningún apoyo real en mediciones que aún no se han procesado y que además son imposibles de ocurrir por un freno tan breve a la actividad humana. Ojalá las cuestiones ambientales fueran tan fáciles de solucionar. Ojalá la raza humana fuera tan poderosa.
Postales de una época extraña y distinta que nos toca transitar, a la que muchos tratan de vestirla con ropajes de gesta patriótica, de guerra santa o de lucha por la supervivencia de la raza.
Exageraciones.
No estamos en guerra con nadie. Solamente estamos tratando de cumplir con el designio de un grupo de científicos que nos dice que si no nos quedamos en casa, seremos más enfermos que los que el sistema puede atender, y sufriremos mucho más. Pero tal vez el costo de frenar la economía y la vida comunitaria sea tan o más gravoso que el de la propia enfermedad, y con efectos más duraderos, y encima sería soportado por los que menos posibilidades tienen de superarlo, los mismos que vienen cayéndose del sistema desde hace años.
Tal vez en este caso, nuestro país por tan extenso y por tan poco poblado, nos ofrecía una oportunidad única, que era la de aislar por zonas y no a todas las poblaciones por igual. ¿Qué sentido tiene encerrar en sus casas a los vecinos de una población sin enfermos que tiene una sola ruta de ingreso y egreso de visitantes? ¿No sería más productivo hacer cumplir un protocolo de aislamiento (barbijo, guantes, test o lo que correspondiera) al visitante errático, y permitir que la población en general se moviera libremente?
No estamos en un nuevo 1982 y esta no es la guerra de Malvinas, aunque gran parte de la ciudadanía (y de la dirigencia) se comporte ahora como se comportó entonces, y aunque el triunfalismo del “estamos ganando”, las colectas televisadas y las marchas triunfales jalonen nuestros días.
Mientras tanto, la tristeza.

jueves, 19 de marzo de 2020

Bienvenido a mis días

Fotografía: Mauricio Rebolledo
Nunca supe discernir si el tipo tenía más ganas de escribir que de llegar a los lectores, o al revés, que lo que más le importaba a mi querido Jesús Natalio Giménez –que de él estoy hablando– era producir cosas para que la gente leyera, llegar al lector para entretener, asombrar, sacar una sonrisa, emocionar o simplemente matar el último minuto de tiempo libre.
Creo, ahora, mirando hacia atrás, que era esto último. De hecho nuestra relación profesional empezó así, él pidiéndome que le armara y publicara libros –tanto a él como a los amigos con los que se cruzara– y yo tratando de complacerlo.
El último contacto en ese sentido fue tan solo una semana antes de morir. Me mandó un mensaje por Messenger, preguntándome cuánto podría costar la edición de su próximo libro, aunque solo fueran cincuenta ejemplares, porque “Gabriel me guardó unos dólares y los quiero gastar en eso”.
Paréntesis: siempre tenía algún pesito guardado para publicar, y si no lo tenía lo pedía prestado, o se empernaba con Credil, y siempre lo hacía creyendo que su querida María no estaba enterada de que, una vez más, le restaba los mangos a las necesidades hogareñas. Pero ella lo sabía y lo perdonaba, porque mejor pasar necesidades por plata tirada en libros y no en vino. Cierro paréntesis.
Por suerte, nuestra relación humana empezó mucho antes y se prolongó más allá de los libros y las palabras. Encontrarme con Jesús siempre fue una alegría, porque pese a todos sus líos y problemas y privaciones, era encomiable la garra que le ponía para ser feliz y hacer felices a los demás. Por eso era una fiesta leerlo, aún cuando escribiera mal o sin demasiado esfuerzo. Le ponía más garra a encontrar una buena idea para transmitir que en cuidar las formas para hacerlo. Y así era con todo.
He querido mucho a Jesús.
Lo quise a través de los ojos de su hijo Carlos, cuando lo bautizó ppapá Ballenato en su primer libro, y aunque nunca se lo dije, siempre lo reconocí así, como un ballenato en busca del agua perdida.
Lo quise a través de los ojos de amigos como Juancho, que aseguraba que se puso a misionar para aprovechar la bicicleta. Y él se reía.
Lo quise viéndolo tantos años con María, que llevó sobre sus hombros sus derrapes y sus orgullos, que mantuvo abierta la casa para él y sus hijos y sus nietos, siempre. Y si una mujer como María lo bancaba es porque algo bueno tenía.
Va a ser difícil caminar las calles de Gallegos sin encontrarlo, como fue difícil no verlo más con su puesto de libros en la esquina del banco, o como será doloroso no poder buscar su mesa cada año más escondida en la próxima Feria del Libro.
Pero la buena gente que conocí y ya no está, también me sigue acompañando, aún por lugares que nunca compartimos. Así que, pensándolo bien, bienvenido, Jesús, a mis próximos días.

viernes, 13 de marzo de 2020

Viajeros

Entre 50 y 75 mil muertes al año. Esa es la cantidad de víctimas que se cobra en todo el mundo un habitante conspicuo de nuestro país, conocido como Mal de Chagas - Masa.  Eso es entre 150 y 200 muertes por día, sobre un universo de unos 16 millones de enfermos y otro tanto de infectados asintomáticos.
Del total de enfermos, el 10% reside en Argentina, otro 20% se reparte entre Brasil, México y Bolivia y el resto está esparcido a lo largo y ancho del mundo, reteniendo América (desde Alaska a la Patagonia) más del 70% de los afectados.
El dengue es una enfermedad virósica de zonas tropicales. Afecta a entre 50 y 100 millones de personas por año, con una mortalidad de alrededor del 2,5%, es decir que produce unos dos millones y medio de decesos anuales. La región de las nacientes del río Paraguay, entre Bolivia y Brasil, Paraguay y el noreste argentino, es donde se registra el mayor crecimiento de la enfermedad en los últimos años.
En Argentina, el dengue se instaló hace más de una década y los casos autóctonos superan ampliamente a los importados en las provincias del centro y litoral.
El coronavirus llega en avión. Si se cierran los aeropuertos o se aisla preventivamente a los recién llegados, se disminuye considerablemente el riesgo de contagio, que es la llave para evitar el gran drama que produce: el colapso del sistema sanitario.
El dengue y el mal de Chagas, por su parte, viajan montados en bichos muy específicos. Uno en un tipo de mosquito muy específico y el otro en una vinchuca. Ninguno de los dos colapsa los sistemas, porque la mayoría de los afectados no frecuenta los sistemas de salud o éstos no existen donde se producen los casos.
Hay todo un cúmulo más de enfermedades que se mueven montadas en gran variedad de vectores del mismo tenor: moscas, mosquitos, ratas, ratón colilargo, etc.
Para combatir todas esas plagas se necesita mucho más que prohibir reuniones o clausurar aeropuertos: hay que fumigar, limpiar, erradicar viviendas precarias, educar y sacar compatriotas de la pobreza todos los días, todas las semanas, todos los años.
Lo trágico es que para hacerlo, la economía tiene que funcionar, algo que no sucede porque el coronavirus está haciendo que todo se paralice y se prohiban espectáculos, se cierren reuniones, se pare la rueda productiva.
Paradojas de la aldea global.

domingo, 12 de enero de 2020

Presidentatata

En los últimos días de diciembre, circuló por las redes un video que mostraba a CFK, en su flamante rol al frente del Senado de la Nación, retando a un senador de su propia bancada por referirse a ella como presidente y no como presidenta, y acusándolo por tal motivo de machista.
Más allá del modo en que se dirigió al legislador, si es correcto hacerlo de ese modo y si es lícito concluir la formación machista u opresora de alguien a partir del uso de una palabra, es bueno aclarar un par de conceptos sobre los términos presidente y presidenta, ya que se usaron muchos argumentos sobre si era correcto usar uno u otro, siendo que en verdad es correcto cualquiera de los dos, y por cierto ambos están aceptados por la RAE, ya que tanto les preocupa a algunos, los mismos que por ejemplo después dicen “sindrome” acentuando la O sin inmutarse.
Aclaremos entonces la cosa. Presidente puede ser el que preside una reunión, un organismo, una asamblea, un cuerpo colegiado o una nación. Viene del latín “praesidere” y significa sentarse al frente. Es una forma derivada del participio y como tal tiene tiempo presente. Sea hombre o mujer, entonces, el o la que preside, es presidente. Lo mismo ocurre con un o una gobernante, o un o una sirviente.
Ahora bien, presidente también es un cargo formal ejercido por una persona, que excede el ámbito de una reunión y el tiempo de una situación específica. La señora Cristina Fernández de Kirchner, entonces, aunque no esté al frente de la sesión del Senado, es la Presidenta del Senado, como puede suceder con una gobernanta o una sirvienta.
En resumen, el ejercicio de la función no tiene género, y para denotar el género lo deberemos acompañar del artículo respectivo. Por ejemplo, “la sirviente del hotel, el presidente de la asamblea ordinaria. Por el contrario, el cargo sí tiene género, y aunque el terminado en “ente” sea neutro, es siempre preferible utilizar la variable femenina si nos referimos a ese género: la presidenta, la gerenta.
Lo que nunca es recomendable, es presuponer que si uno se expresa con el término neutro lo hace por machista, misógino o adorador de Satanás. Son años de formación y comodidad para expresarse con un vocabulario que nos acompañó desde niños y que nos enseñaron como correcto, y así como perdonamos a los que dicen haiga o almóndiga, tengamos paciencia y respeto por los que aún no se terminan de adaptar. Al fin de cuentas, en plena era digital y a más de 35 años de la invención del diseño por computadoras, hay quienes todavía hablan de “letras de molde”.