Ya habían transcurrido ocho semanas de cuarentena estricta y la ciudad sureña reportaba un puñadito de casos de Covid-19, todos importados y focalizados en el movimiento de personal de la zona petrolera. En todo el país, salvo los denominados esenciales, nadie se movía, nadie producía, nadie salía de su casa, ni siquiera para el ancestral rito de despedir a un familiar o amigo que hubiese muerto, aunque esa muerte no tuviera nada que ver con el virus, ni ninguno de sus deudos estuviera en riesgo.
Tengo –todos tenemos– amigos, conocidos, vecinos o parientes, que han pasado en estos largos meses de encierro y distanciamiento, por una situación parecida.
Las honras fúnebres, en las sociedades occidentales al menos, son una reafirmación de la vida: no honramos al que se fue, sino a lo que compartimos con él, y a partir de su despedida, comenzamos a construir una nueva forma de vivir sin su presencia.
Porque la vida sigue y se abre camino, aún contra nuestra voluntad.
Miedos atávicos, reacciones antisociales
Las primeras medidas de distanciamiento social (cierre de museos y paseos públicos, reducción de frecuencia del transporte público, suspensión de espectáculos masivos) me sorprendieron en medio de un breve viaje a Buenos Aires, planificado con tres meses de antelación. A medida que el tren avanzaba en su lentísimo periplo de Córdoba a Buenos Aires, me iba enterando de que casi todo lo que tenía planificado visitar estaría cerrado al llegar, y al final solo me quedó mirar el Rosedal de afuera y dar una vuelta por el Jardín Japonés.
Los funcionarios nacionales negaban por entonces –12 de marzo– que fueran a cerrar las escuelas o que se aplicaran otras medidas más serias que las de evitar los espectáculos públicos. De hecho, se prometía que el fútbol no iba a parar más que por una o dos semanas. Había temas más serios, nos explicaron, como el dengue. Y también, los mismos científicos nos daban cátedra de por qué no era necesario usar barbijo, y hasta era contraproducente.
En ese viaje de ida, escribí algo al respecto: [Pelado y periodista: Viajeros](https://sergiodileo.blogspot.com/2020/03/viajeros.html)
Tres días más tarde, se anunció que las clases no empezaban, que el fútbol se cerraba y que las frecuencias de los transportes públicos se disminuían.
Regresé a Córdoba viendo espacios cada vez más vacíos, hasta que, días más tarde, se decretó la cuarentena para todo el mundo. Una cuarentena que se inició sin mucha planificación, dejando gente y actividades fuera de toda posibilidad y, lo que es peor, desconociendo el ritmo y la forma de vida de grandes bolsones de las grandes aglomeraciones urbanas, donde el quedarse en casa es muchas veces una quimera, porque no hay casa que aguante a tanta gente adentro, o porque sencillamente no hay tal cosa que pueda ser denominada una casa, cuando a duras penas se tiene un techo agujereado, dos colchones y un anafe a garrafa puesto sobre dos bloques inestables.
El miedo al virus pudo más. Las noticias del exterior espantaban y se tomaron medidas cada vez más duras. Muchos funcionarios locales y provinciales –apoyados por sus votantes, que todo hay que reconocerlo– desempolvaron su tradicional afinidad con la prohibición, con decidir sobre la vida de los otros y con lograr, en suma, que todos se comporten como la autoridad quiere que lo hagan.
Y así se nos vino encima esta larga reclusión, que ha costado tanto a tantos, y que parece que no ha servido de mucho, a la luz de los resultados actuales.
Sobre la decisión de esconderse, tan atávica, tan medieval, tan antievolutiva, también escribí algo, allá por principios de abril, cuando recién llevábamos un mes guardados: [Pelado y periodista: Postales de una temporada triste](https://sergiodileo.blogspot.com/2020/04/postales-de-una-temporada-triste.html).
Mientras tanto, en los barrios, en los rincones más apartados, la vida se seguía abriendo camino, porque hay que laburar y no podemos estar guardados eternamente. Solo quienes se atrevían a morir, lo seguían haciendo solos.
Comparaciones, que siempre son malas y discutibles
Pongamos algunas cosas en perspectiva, porque se tiran cifras y muchos se asustan.
Durante 2019, en Argentina murieron por todo tipo de causas, 965 personas por día. El 9% de esa cifra (32.000 compatriotas en todo el año) falleció por gripe y sus complicaciones. Si tenemos en cuenta que la incidencia de las enfermedades respiratorias se da en invierno, podemos afirmar que entre junio y setiembre murieron unas 200 personas por día por este motivo. Son cifras del año pasado, en que –al igual que en años anteriores– se aplicó la vacuna a gran parte de los grupos de riesgo.
No hay mediciones exactas de la cantidad de enfermos por gripe (mucho menos de portadores asintomáticos), pero si interpolamos el índice de mortandad, seguramente superan ampliamente los 6 millones, es decir el 15% de la población.
Las enfermedades y dolencias respiratorias producen una saturación de camas habitual en invierno. Quien ha necesitado ser internado de urgencia en esos meses, sabe que muchas veces se debe deambular de clínica en hospital buscando una cama libre.
La gripe española produjo estragos en la segunda mitad de la década de 1920. Como dato curioso, no se la denomina así por haberse iniciado en España. De hecho, se inició en Estados Unidos y se propagó a Europa con las tropas que viajaron a combatir en la Gran Guerra. Lo que sucedió es que España fue el único país europeo que dio a conocer noticias de la evolución de la enfermedad, porque al no estar participando en la guerra, no ocultó información. La cantidad de infectados es incierta, pero se afirma que en las trincheras, se llegaron a enfermar entre el 40 y el 80% de los soldados, falleciendo una cuarta parte de ellos. A la Gripe Española –que se cobró entre 20 y 50 millones de vidas, que duró varios años y que fue mucho más extensa y grave que lo que estamos viviendo ahora– no la frenó una vacuna, sino la inmunidad de la población y el propio decrecimiento en la letalidad del virus, que al igual que como lo estamos viendo ahora con el coronavirus, fue bajando su agresividad paulatinamente hasta transformarse en una enfermedad de muy baja letalidad.
Suspender la guerra y quedarse todos en sus trincheras hasta que llegara la vacuna, nos hubiera ahorrado muchos dolores de cabeza: no hubiese finalizado la primer guerra, ni sus consecuencias directas o indirectas, como la aparición del nazismo, la segunda guerra, la guerra fría, etcétera.
El dengue ha sido un problema serio en nuestro continente, y cada vez ocupa un espacio mayor en Argentina. Es visible el fracaso de las políticas implementadas al menos en las últimas dos décadas para frenar esta enfermedad, que no ha parado de crecer y es transmitida por un mosquito al que puede combatirse y del que se conocen todos sus hábitos y costumbres.
Este año, se registró la mayor cantidad de infectados de la historia. En las primeras 24 semanas de este año, se registraron 55.244 casos, mientras que en 2016 (pico anterior) se habían contabilizado 40797 en el mismo período. Los valores no se han disparado de manera incontrolable porque aún no ha sido afectado de manera notable el conglomerado AMBA, pero año a año se acerca más a esa zona.
Ya que no han podido parar el mosquito, la posibilidad de quedarse encerrado con las ventanas bajas y los mosquiteros puestos sería una posibilidad interesante para enfrentar la enfermedad.
La vida se abre paso
Guardarse unas semanas para preparar el sistema sanitario tenía alguna justificación. Seguir guardados esperando una vacuna que demorará mucho más en llegar, y que posiblemente produzca el mismo efecto que si no nos hubiéramos guardado, ya no parece una tan brillante idea.
Algunos países tomaron medidas similares y otros las opuestas. El final del camino mostrará a quiénes les fue mejor y a quiénes no. El tema es que Argentina estaba mal, y pararla de la manera que se la paró, le ha hecho peor, y eso lo sienten los millones de habitantes que no cobran todos los meses, que no tuvieron de entrada permisos para circular o que aún siguen esperando que los dejen volver a trabajar.
Lo cruel es echarle la culpa a la gente –a nosotros– por elegir un camino que era insostenible más allá de 15 o 20 días.
Lo cruel es pretender que sigamos sin poder hacer lo que siempre hacíamos, que sea delito despedir a un pariente o brindar con un hijo.
En los lugares donde la tormenta pegó antes y más fuerte, la vida finalmente se abrió paso, y con ciertas distancias y barbijos de por medio, ya todo vuelve a ser lo mismo. Nada se derrumbó y el mundo siguió andando.
Y nosotros aquí estamos, entretenidos en otra grieta, esta vez entre los que creemos que hay otra forma de enfrentar este virus y los que creen que la única opción es esconderse.
Viendo cómo algunos tratamos de hacer una vida lo más normal posible mientras otros siguen disfrutando del deporte de acusar, reprimir y asediar a cualquiera que ose intentar otro camino.
Y más allá de lo que pensemos unos y otros, y de quién acuse y quién responda, la vida, como siempre, se abre paso, y la cuarentena termina siendo una ley más para no cumplir en esta extraña y difícil Argentina.
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