jueves, 19 de marzo de 2020

Bienvenido a mis días

Fotografía: Mauricio Rebolledo
Nunca supe discernir si el tipo tenía más ganas de escribir que de llegar a los lectores, o al revés, que lo que más le importaba a mi querido Jesús Natalio Giménez –que de él estoy hablando– era producir cosas para que la gente leyera, llegar al lector para entretener, asombrar, sacar una sonrisa, emocionar o simplemente matar el último minuto de tiempo libre.
Creo, ahora, mirando hacia atrás, que era esto último. De hecho nuestra relación profesional empezó así, él pidiéndome que le armara y publicara libros –tanto a él como a los amigos con los que se cruzara– y yo tratando de complacerlo.
El último contacto en ese sentido fue tan solo una semana antes de morir. Me mandó un mensaje por Messenger, preguntándome cuánto podría costar la edición de su próximo libro, aunque solo fueran cincuenta ejemplares, porque “Gabriel me guardó unos dólares y los quiero gastar en eso”.
Paréntesis: siempre tenía algún pesito guardado para publicar, y si no lo tenía lo pedía prestado, o se empernaba con Credil, y siempre lo hacía creyendo que su querida María no estaba enterada de que, una vez más, le restaba los mangos a las necesidades hogareñas. Pero ella lo sabía y lo perdonaba, porque mejor pasar necesidades por plata tirada en libros y no en vino. Cierro paréntesis.
Por suerte, nuestra relación humana empezó mucho antes y se prolongó más allá de los libros y las palabras. Encontrarme con Jesús siempre fue una alegría, porque pese a todos sus líos y problemas y privaciones, era encomiable la garra que le ponía para ser feliz y hacer felices a los demás. Por eso era una fiesta leerlo, aún cuando escribiera mal o sin demasiado esfuerzo. Le ponía más garra a encontrar una buena idea para transmitir que en cuidar las formas para hacerlo. Y así era con todo.
He querido mucho a Jesús.
Lo quise a través de los ojos de su hijo Carlos, cuando lo bautizó ppapá Ballenato en su primer libro, y aunque nunca se lo dije, siempre lo reconocí así, como un ballenato en busca del agua perdida.
Lo quise a través de los ojos de amigos como Juancho, que aseguraba que se puso a misionar para aprovechar la bicicleta. Y él se reía.
Lo quise viéndolo tantos años con María, que llevó sobre sus hombros sus derrapes y sus orgullos, que mantuvo abierta la casa para él y sus hijos y sus nietos, siempre. Y si una mujer como María lo bancaba es porque algo bueno tenía.
Va a ser difícil caminar las calles de Gallegos sin encontrarlo, como fue difícil no verlo más con su puesto de libros en la esquina del banco, o como será doloroso no poder buscar su mesa cada año más escondida en la próxima Feria del Libro.
Pero la buena gente que conocí y ya no está, también me sigue acompañando, aún por lugares que nunca compartimos. Así que, pensándolo bien, bienvenido, Jesús, a mis próximos días.

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