domingo, 23 de julio de 2023

Quitapenas


(texto autorreferencial, como casi siempre, publicado allá por abril de 2000 en la revista Voces & Latidos, de UDEM, una publicación que tuve el orgullo de editar por unos años. Adicionalmente, es una de las notas que más quiero)


Decidirse a adoptar es algo difícil y trabajoso.

Difícil porque conlleva todo un período previo –variable de caso en caso y de persona a persona–, en el que uno, indefectiblemente, tiene que elaborar el duelo por la propia imposibilidad de tener hijos de la manera que la cultura de nuestra sociedad espera. Esto es, por vía de l concepción.

Trabajoso porque significa realizar una infinidad de trámites, contactar con una increíble cantidad de personas u organismos, ya sea personalmente como por teléfono, internet o correo; y sentir o presentir que, a diferencia de los padres biológicos, el resultado final que será realizarse como padres no es una cuestión personal o de pareja, sino una decisión de terceros que, muchas veces, ni siquiera nos conocen y mucho menos les importamos.

En el medio se suceden, en una espera que result agobiante, falsas alarmas, fracasos y desilusiones. Cada uno de ellos es un dolor más y se vive como una pérdida casi irreparable.

Ese medio dura tres o cuatro años, en promedio. Los especialistas dirán que no es mucho más que la espera de un padre por su hijo biológico, pero para el adoptante es una eternidad, porque siempre hay más incertidumbres que seguridades y porque, en definitiva, la decisión de adoptar es personal, pero el resultado final depende de terceros.

También significa llevar por dentro toda una procesión y un sinfín de preguntas: ¿lo querré? ¿me gustará? ¿Será (linda, inteligente o lo que te creas) como yo? ¿me rechazará? ¿podré criarlo como corresponde? ¿no ser familia biológica disminuye mis condiciones?, etc.

Pueden jugar en todo el proceso un montón de factores imponderables: desde que la jueza nos trate como a delincuentes si no hemos cumplido a rajatablas sus preconceptos acerca de cómo llevar los trámites, hasta que recibamos apoyos, ayudas y estímulos en los lugares más insospechados.

Y se reconocen cosas curiosas, como que hay toda una red –informal, no constituida– de padres adoptantes que ni siquiera conocemos y que están prontos a ayudarnos cuando menos lo esperamos.

Sea cual sea el proceso previo, en el momento que se produce la adopción, cuando ya tenemos a nuestro hijo en brazos, varias cosas se tornan evidentes:

Uno no buscaba adoptar un hijo, sino que estaba esperando encontrarse con ese hijo que adoptó, y no con otro.

Un padre adoptante no es ni más ni menos que un padre, como cualquier otro.

Todos los problemas, vivencias, dolores, dudas y temores previos, quedan sepultados y pasan a ser simples anécdotas, opacadas por la alegría de tener, por fin, a nuestro hijo con nosotros.

Y como todos los padres –adoptantes o biológicos– saben, tener a nuestro hijo en brazos quita todas las penas, calma todos los dolores y llena un espacio en nuestras vidas que ni siquiera sabíamos que existía.

martes, 9 de mayo de 2023

Yo vi a Bill Evns

Yo estuve en el espectacular concierto del Bill Evans Trío en San Nicolás, en setiembre de 1979. 

No fue como lo cuenta la nota de La Nación que cada tanto se recicla: Evans actuó de rebote en San Nicolás, porque había un núcleo muy fuerte de seguidores del jazz, que organizaba conciertos y sessions habitualmente, a veces con seis bandas o más en escena. Tenía una presentación pautada en Rosario y otra en Buenos Aires, y pernoctaría un par de días en el Hotel Colonial, en las afueras de San Nicolás, lugar habitual de hospedaje de las estrellas de paso. Alguien del Círculo Amigo del Jazz (no sé quién) hizo gestiones y logró que se presentara de paso.

Se anunció el mismo día en el diario local, y apenas unas 40 personas nos enteramos y fuimos al Teatro Aguiar. Se lo enmarcó en los festejos de la Primavera para que no tuvieran que tramitarse los permisos especiales, porque en esa época había que pedir permiso con antelación y presentar repertorios y demás a una especie de comisión de censura.

La presentación de reinas y princesas de la primavera (y la premiación de carrozas estudiantiles) se hizo en el Auditorio que está al lado del teatro, pero no en el mismo lugar, no compartieron espacios, ni nos cruzamos los asistentes a uno y otro evento. 

El espectáculo fue grandioso, con el dulce agregado de sentirnos unos elegidos, por ser un puñadito de personas viendo a una leyenda en vivo, como si fuera una reunión secreta de iniciados.

Todo lo demás que se cuenta en la nota (discusiones, quejas, etc.) es todo fantasía, para darle más sabor a un relato que solo es legendario para quienes tuvimos la suerte de vivirlo.

viernes, 21 de abril de 2023

Besoaín, el imberbe


Conozco a Carlos prácticamente desde el amanecer de los tiempos en que  arribé a Río Gallegos, en los inicios de la década de 1980, cuando se vivían las primeras escaramuzas democráticas, las horas sobraba y casi todo parecía fundacional.

Era el tiempo en que las casitas –esos prostíbulos que también eran whiskerías, lugar de encuentros y diversión cuasi familiar– estaban allende la calle José Ingenieros, en una zona no tan cercana como hoy lo parece, pero peligrosamente vecina a la casa paterna de Carlos, que estrenaba su poesía tan profunda como sutil, su capacidad de pintar maravillas y su adolescencia, que por entonces parecía eterna, en esos lupanares, que eran al mismo tiempo musa inspiradora de sus obras y de otras actividades físicas no tan santas.

Siempre nos llevamos bien, siempre nos admiramos y nos toleramos. 

Por esas épocas llegó su premio del concurso del centenario de Río Gallegos, algo que no lo conmovió demasiado. Para Besoaín –que de ese Carlos estaba hablando–, cada obra, cada trabajo, cumplía con aquella sabia sentencia de Borges: “el autor publica para no pasarse la vida corrigiendo borradores”. Carlos peinaba y despeinaba sus textos, los pulía y los mejoraba, hasta que los publicaba. De ahí en más, la consecuencia era previsible: no le importaba lo que ocurriera. Él ya estaba embarcado en dar vida a algo nuevo.

Tal vez por eso –reflexiono ahora– su gran obra en proceso desde hace veinte o más años, Los libros del Territorio, lo tiene atrapado y no lo suelta ni le permite dedicarse al próximo proyecto.

Volviendo a esos años, siempre recuerdo el paso fugaz de Carlos por mi departamento de soltero, a pocos metros de la avenida Sureda (a donde llegaba la marea, por ese entonces), y en más de una oportunidad lo he visto ponerse rojo por atragantarse con su risa franca, rememorando esos desopilantes momentos. 

En sus jóvenes 20 años, más o menos, aparecía Besoaín, pelo más bien largo, rubio y finito, sin barba (siempre fue incapaz de tenerla), con un pulóver de lana cruda hilada y tejida al estilo sureño, con una gama de insondables colores que tendían peligrosamente a unificarse en un sospechoso marrón oliváceo. Llegaba, se sacaba el pulóver y lo dejaba sobre alguna superficie y se iba a mi pieza a tratar de hacer sonar la guitarra, o a soplar una flauta dulce que de la nada había aparecido en sus manos, o a dibujar, más específicamente, a pintar pequeños detalles aplicando técnicas e degradé que siempre envidié y admiré en cuotas iguales.

Pero, lamentablemente, la mayor parte de las veces, agarraba para el lado de los sonidos y ruidos.

Yo, en tanto, trataba de mantener la cordura mientras desarrollaba mi tarea de diseñador en el tablero o escribía algún artículo.

Cuando los sonidos que salían de la pieza empezaban a generar en mí ansias de represalias (puedo asegurar que hubieran sido capaces de sembrar impulsos asesinos en el mismísimo Bambi), su instinto de supervivencia le indicaba que había llegado la hora de callar y retirarse, y así lo hacía, como había llegado.

En ese instante, se producía una separación desgarradora: Besoaín procedía a quitarle su pulóver a mi gato, Epicúreo, que durante todo el tiempo de su estadía había estado estrujando, arañando, tironeando, lamiendo y revolcándose con y en la prenda, con notable gesto lascivo y perturbador, disfrutando así de la mezcla de olores (y sabores para él) que guardaba la lana áspera, que ya hacía tiempo que había perdido el derecho de llamarse también virgen.

Estimulaban al noble felino olores a perfume barato, a sudores, algún guiso de capón, notas etílicas, adornando y engalanando el inconfundible aroma de las putas de las casitas.

Demasiado para una sola bestia. Demasiado para una sola vida.

Todo ese bagaje, esos paisajes y esa vida están reflejados en Susurros para llevar en la media, su primera obra, premiada en el concurso del Centenario de Río Gallegos. Guardo aún una copia autografiada, junto a la profunda estima por quien me ayudó tanto a formarme como sé que yo lo ayudé a él.

(Publicado en revista La Rama de otoño de 2023)

martes, 27 de diciembre de 2022

Vení que te cancelo


Conozco escritores que son muy buenas personas, casi diría intachables, muchos de los cuales viven o han vivido en Santa Cruz, aunque eso no viene a cuento, en este caso, como tampoco si están vivos o han fallecido.

Con varias de esas buenas personas –también personas buenas, en algunos casos–, existe el plus de que hay coincidencia en principios básicos que rigen sus vidas, que podríamos llamar cuestiones morales, a veces políticas (no partidarias, eso es otra cosa), bases éticas, confluencia de gustos y sabores vitales. En fin, que en cierta forma los admiro como seres humanos y coincidimos en cómo vemos el mundo.

De esos escritores –algunos, realmente personas entrañables–, un porcentaje no desdeñable, no escribe bien, y hay varios que lo hacen realmente mal. Irremediablemente aburridos algunos, faltos de creatividad literaria otros, con altibajos compuestos de altos no tanto y bajos demasiado.

Nunca, jamás, se me cruzó por la cabeza obligarme a releerlos a esos malos escritores, porque supiera que son personas buenas. Que admirar a un ser humano no significa estar obligado a dar por bueno todo lo que produzca.

Creo que en eso estamos todos de acuerdo, o al menos lo estamos las buenas personas y las personas buenas, escribamos como escribamos.

Ahora bien, ¿bajo qué argumentos, entonces, podemos sostener la actitud equivalente que tan vigente está por estos tiempos? Me refiero a esa desagradable conducta de cancelar la obra de algún artista simplemente porque no nos gusta como persona, no coincidimos con él o sus escalas de valores son diametralmente opuestas a las nuestras.

Sostengo que es una total idiotez, máxime si la obra no refleja eso a lo que nos oponemos.

La política de las cancelaciones que muchos grupos, tribus, cofradías, colectivos, murgas, etc., sostienen por estos días, habla peor de los canceladores que de los cancelados.

Quienes cancelan lo hacen por no poder entender que haya personas que piensen o actúen distinto que uno mismo, que tengan sus razones para hacerlo y que no por ello sean mercenarios, malas personas, engañadores seriales. 

Sus actitudes muestran, además, la pereza intelectual que los alienta, que les impide disfrutar de una buena obra porque son incapaces de abstraerse, ya que son fervientes creyentes de la falacia de que solamente gente como uno puede hacer cosas buenas.

Y le suman un condimento más: creer que solamente ellos tienen buen gusto, que si no les gusta algo o alguien, ese artista queda relegado a ser disfrutado solamente por personas con bajo nivel intelectual o moral.

Y ni hablar de los que pretenden cancelar una obra artística por lo que opinó su autor hace cincuenta o cien años, analizándolo con la escala moral actual, como si el mundo no hubiera cambiado, como si lo normal de ayer no fuera la excepción de hoy, como si todo lo que nos parece aceptable y decente no fue, hasta hace poco, una abominación para más de uno.

Hace apenas un siglo, la esclavitud estaba aceptada en más de la mitad del mundo. Hace setenta y cinco años, podía votar solo un pequeño sector ilustrado de la población de este lado del mundo. Hace cincuenta años, los maestros castigaban físicamente a los niños. Hace veinticinco años, los prostíbulos y cabaret en el sur eran un lugar de encuentro social, e incluso sus emplazamientos se discutían en concejos deliberantes y despachos ministeriales. Hoy hacemos cosas, en suma, que hubieran merecido causa penal, cárcel  o condena social hace un puñado de años, y nos asustamos de otras que eran moneda corriente.

La actividad creativa en general, es una característica propia de las personas, y en general, es el rasgo distintivo de los grupos que trascendieron las distintas épocas. Posiblemente se destaque de entre las actividades humanas porque tiene dos ingredientes casi exclusivos: la capacidad de trascender su época y el poder de independizarse de quien lo produjo, e incluso de su contexto.

Disfrutar de una buena obra con prescindencia de su entorno de origen, focalizados en lo que nos genera o nos hace evocar, es un placer que nos eleva como personas. Decidir que una obra nos gusta o no en función de quién la generó, es privarse de lo mejor que producimos como seres humanos.

domingo, 9 de enero de 2022

Relatores de lo cotidiano


El espacio literario de Santa Cruz está tachonado de escritores que han parido libros (publicados o no) contando lo que entienden que es la historia de sus pueblos, o de sus instituciones deportivas, espacios laborales, familias.

En la mayoría de los casos, se trata de simples anecdotarios –con mayor o menor calidad literaria–, presentados como compendios de historia, a los que les falta mucho para recibir ese título.

Con mayor o menor rigor académico, estos escritores de cada pueblo –porque en cada pueblo hay, al menos, uno de ellos– compilaron en sus textos el resultado de entrevistas, algún que otro recorte periodístico (a veces transcripto o resumido, pero la mayoría de las veces agregado mediante una foto), mostrando no lo extraño o especial que esconde cada comunidad, sino lo más conocido, lo políticamente correcto, lo que todos saben. Y en todos los casos, armado con textos basados en un solo testimonio, una sola fuente, una sola campana.

Es difícil discernir si estos anecdotarios han sido impulsados por esa costumbre tan sureña de ponerle el nombre de vecinos más o menos conocidos a las calles barriales (el repartidor de garrafas, la partera, el loco del pueblo, un político, los padres o madres de casi todos los funcionarios), o es al revés, y los concejos deliberantes ponen nombres de gente conocida porque están acostumbrados a verlos eternizados en esos compendios de anécdotas, chismes y recuerdos llamados pomposamente libros de historia.

A lo largo de mi quehacer como editor de libros, armé y corregí muchos de este tipo de ejemplares. En casi todos los casos, contaron con el apoyo incondicional del estado provincial o municipal, y a veces con aportes de privados. Hubo, incluso, más de un autor que escribió especialmente bien de algún vecino, comercio o club, solo con el afán de que su pariente, heredero o fan desembolsara un aporte extra para el libro, el asado o el retiro anticipado de su autor.

Posiblemente, la corta vida de Santa Cruz como provincia o de sus localidades como tales, no les permite contar con historias de varios siglos o con protagonistas del devenir nacional, y en una carrera perdida de antemano, sus autores tratan de elaborar su propio panteón de héroes, que aunque no tengan el glamour de un oficial que luchó por la independencia, un escritor que defendió la libertad o un político que ayudó a construir la República, tienen igual o mayor cantidad de nombres para presentar, aunque estos sean de honorables vecinos cuyo aporte fue manejar una topadora que abría caminos (por cuenta y orden de un superior, seguramente), cocer el pan que se vendía casa por casa o techar los hogares de los incipientes pueblos de la estepa patagónica.

Los escritores de lo cotidiano siguen apareciendo y plantando sus árboles de papel, contando hechos simples de una vida simple (que todos sabemos que fue sacrificada, pero tampoco era la de los Gulag soviéticos ni nadie estaba porque cumplía una condena).

No tengo nada contra ellos. Algunos incluso taparon eficientemente uno que otro agujero económico de los que marcaron gran parte de mi vida sureña. Simplemente me ha hecho ruido siempre, que a la anécdota se la llame historia o que a vivir en el sur se lo califique de heroico.

A veces el bronce nos priva de distinguir buenas historias para ser contadas, y el ánimo de trascendencia les juega a estos abnegados relatores de lo cotidiano, la oportunidad de construir buenas aguafuertes, en lugar de textos tediosos que por su factura, son condenados tempranamente a ser guardados en un olvidado anaquel, junto a la declaración de interés provincial que recibieron.

lunes, 18 de octubre de 2021

Mamá, un cuento de Roberto Fontanarrosa

En el Día de la Madre, comparto este espectacular cuento de Roberto Fontanarrosa, el gran escritor, dibujante y humorista argentino. Que lo disfruten. 


A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir que tomaba una barbaridad, pero, a veces, cuando a la noche se acercaba a darme un beso, yo podía percibir su aliento pesado por el alcohol. Ella siempre me besaba antes de irse a dormir. Yo era chico, estoy hablando de cuando tenía 8 o 9 años. Ella se quedaba viendo televisión hasta tarde y, antes de ir a acostarse, venía y me daba un beso. Nunca dejaba de hacerlo. En la mayoría de los casos yo fingía dormir. O, si estaba dormido, habitualmente ella me despertaba sin querer porque se tropezaba contra los muebles en la semipenumbra. Tampoco podría precisar cuándo fue que ella empezó a beber con mayor asiduidad. Cuando nuestro padre vivía con nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su vaso con soda y luego coloreaba la soda con un chorrito mínimo de vino. Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando una fórmula altamente explosiva. Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo podía adivinar cuándo se asomaba a la puerta de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una vaharada espesa a vino común. Así y todo, me gustaba mucho que viniera a darme un beso. Además, musitaba algo, como una plegaria o una bendición, que yo no llegaba a escuchar, pero agradecía.

Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí. Seguía tomando el vaso de soda coloreada al mediodía y también a la noche, pero nada más que eso. No sé si tomaría frente a Alcira, la señora que venía una vez a a la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la vecina del segundo piso, pero al menos frente a mí conservaba cierto recato. Poco tiempo después, cuando yo regresaba de la secundaria, había ocasiones en que la encontraba tirada en el gallinero. Tenía un gallinero que compartíamos con Zulema, en uno de los ángulos de la terraza. Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le ensuciaban encima, o ella se ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el vestido de plumas. Yo no sabía bien qué hacer en esas ocasiones. Al principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo, para no ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una vez, enojado, la zamarreé hasta despertarla. Me dijo que se había dormido sin querer, mientras buscaba huevos para la noche; que el sol estaba muy lindo allí en la terraza. Pero olía espantoso y no sé dónde metía las botellas.

Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate. Las borracheras con licor de huevo al chocolate son terribles, devastadoras. Había días en que amanecía verde, descompuesta, con un dolor de cabeza infernal. Me decía que había tomado una copita de licor de huevo y le había caído mal. Que el hígado le latía. Siempre recuerdo esa expresión suya, «que el hígado le latía». Era muy ocurrente para hablar, muy divertida. Pero yo veía, en el cajón de basura, cómo se acumulaban las botellas. se escondía para beber. A veces mirábamos televisión —a ella le gustaba muchísimo el programa de Pipo Mancera— y de pronto se iba al baño. Sabía que el baño era un lugar eminentemente privado y que yo no me iba a atrever a espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuando ella se metió debajo de la mesa del living con la excusa de buscar un carretel de hilo que se le había caído. Alcé el mantel y la sorprendí con una petaca.

Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol Abeja, un alcohol para desinfectar lastimaduras. Mamá era increíblemente dulce conmigo. Un día yo me corté un dedo recortando figuritas con la tijera. Desde chico me gustó recortar figuritas de la revista de modas. De los figurines, como decía ella. Me salía bastante sangre. La yema del dedo siempre sangra mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de alcohol. Me puso alcohol en el dedo y después, directamente del pico del frasco, se tomó un trago. «¡Mamá!», la alerté. Mi padre nos retaba cuando nosotros bebíamos directamente del pico, aun siendo gaseosas. «Es que me ponés nerviosa», me dijo. Pero después se tomó todo lo que quedaba en el frasco. Sin embargo, no dio señales de que le hubiese caído mal ni mucho menos. Tenía bastante conducta alcohólica con el Abeja. No así con el perfume. Un día la acompañé a una perfumería, después de ir al cine. A ella le gustaba mucho el cine, en especial las películas de piratas. Vio tres veces Todos los hermanos eran valientes. Conozco mucha gente que ha visto tres veces una misma película. Pero ella la vio en un mismo día. Me dijo que quería comprarse un perfume. A la vendedora le pidió alguno que fuera frutado. Yo no creo que mamá tuviese un gusto refinado para los vinos. Se había hecho, lógicamente, dentro de los parámetros de la clase media. Y mi padre no pasaba de los vinos Chamaquito, Copiapó o Fuerte del Rey. Yo la veía aparecer a mamá oliendo a perfume y nunca sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O las dos cosas. Era difícil, sin embargo, verla dando pena o tambaleante. Se dormía con facilidad, eso sí, como en el caso con las gallinas, o se le ponía un poquito pesada la lengua, pero nada más. Podría afirmar, por ejemplo, que nunca me hizo pasar un papelón en alguna fiesta familiar. Yo detectaba un cierto cuidado, una cierta atención especial hacia ella de parte de mis tías o de abuela Alicia, como decir: «Sacale la copa a Dora» o «Decile a Dora que pare», pero nada más. Algún codazo intencionado, a veces, cuando mamá preguntaba por el clericó. Eso sí, se reía con mucha facilidad cuando tomaba, lo que no dejaba de ser, por otra parte, un costado simpático de su personalidad. Admito que hubo una especie de nervio y hasta una suerte de incomodidad en mi tío Adalberto, durante un almuerzo improvisado en casa de Chuco y Popola, cuando mamá no pudo parar de reírse en toda la sobremesa, aunque acabábamos de llegar del entierro de tía Clorinda. Pero era una mujer encantadora.

En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos los problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de casa. A la que no le gustaba nada el asunto era a Elenita, mi hermana. Obvié contar que tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se ponía fatal cuando pasaban esas cosas, no soportaba que mamá bebiera como no lo soportaba a papá, tampoco, por otras razones. En el caso de papá, creo que tenía algo de razón. Con mamá, en cambio, era excesivamente dura. Un psicólogo me dijo que mi hermana reclamaba lo que a ella le correspondía.

No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte, nunca Elenita encontró a mamá tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi hermana nunca subía a la terraza, porque decía que le tenía terror a las alturas y porque aún conserva una extraña alergía a los animales con plumas. Veía un pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se hinchaba como un globo.

Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo mismo se hinchaba, con lo que quiero decir que no era algo meramente psicológico. Un día, tía Chuco, pobre, desconociendo el problema de Elena, le regaló una gallinita de chocolate para Pascuas, y a mi hermana la salvaron con un Decadrón. Se le había hinchado tanto la cara que parecía una japonesa. Los ojos eran dos tajos. Ella, justamente, que siempre ha presumido de tener ojos muy lindos. Pero mamá le caía muy bien a todo el mundo. En realidad, el problema de mamá no era el alochol. Era el cigarrillo.

Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del feminismo. Una activista. Ella me contaba que fumaba desde los 11 años, a instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se envició. Había momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.

Dejaba el cigarrillo —fumaba Marvel cortos, negros, sin filtro—, cortaba un pedazo de milanesa, por ejemplo; lo masticaba, lo tragaba y le pegaba otra pitada al cigarrillo. Tenía el dedo índice y el anular de la mano derecha amarillos por la nicotina, casi verdes.

Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida, agitando la mano exageradamente frente a su cara, como apartando el humo. «Es mi único vicio», decía mamá. Y en esos momentos era verdad, pues creo que ella empezó a beber vodka y ginebra después de que se marchó mi padre, sin que nadie supiera muy bien por qué. Y no pienso que mamá se lanzara a la bebida para olvidar el abandono de mi padre. Creo que, simplemente, se sintió liberada y ya pudo hacerlo sin mayores complejos ni presiones, salvo la actitud recriminatoria de Elena. Elena a veces se levantaba antes de la mesa, molesta por el humo. Se hacía la que tosía, incluso, para que no la retaran reclamándole que comiera el postre.

Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica. En casa éramos de una clase media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media vivía bien, cómoda, tranquila. Al mediodía comíamos tres platos, por ejemplo. Una sopa de entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre era fruta o queso y dulce. Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue un poco teatral mi hermana. Para empezar a fumar, mamá aprovechaba cuando la sopa estaba bien caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos se mezclaba con el de la sopa y así se disimulaba.

Sin embargo, no era abusiva. No era una persona a la que le importara muy poco lo que pasaba a su alrededor, con sus semejantes. La prueba es que se ofrecía, en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos. El problema es que les leía sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy fuerte con un estibador que había perdido una pierna al caérsele encima una grúa portuaria, y a quien mamá insistía en leerle Mujercitas, de Luisa M. Alcott. Digamos —para que quede claro— cuando papá y Elena insistieron con sus quejas por el hecho de que mamá fumaba en la mesa, dejó de hacerlo. Así de simple. Dejó de hacerlo. Fue cuando empezó a mascar tabaco, una costumbre que yo creía desaparecida con los últimos arrieros. Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas hojas de tabaco, las plegaba, se las metía en la boca y comenzaba a masticarlas. Es cierto, no producía humo, pero llegaba un momento en que se le escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los labios, que me desagradaba mucho. Debo reconocer que siempre he sido un tipo bastante sensible. Y de chico, más.

Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir al baño cada tanto, mientras masticaba tabaco, ya que, cuidadosa, no quería hacerlo frente a nosotros. Apunto que era muy obsesiva con el cuidado de la casa. Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos calados, a las cortinas con encajes, a los macramés, a las puntillas. Bordaba muy bien. A mí me gustaba mirarla por las noches acostado en su cama, escuchando en la radio el Radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba pañuelitos, masticando tabaco.

Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus propios cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una reposera, en el patio, y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su propio tabaco. Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía. Empezó a hacer eso, es claro, cuando tuvo más tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le aceptaban tanto que fuera a leerles a los enfermos. Toda una sala del Clemente Alvarez había hecho una huelga de hambre contra su presencia. Llegaron a organizar una marcha de protesta contra mamá, un tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las voluntades.

En esa marcha un anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa revelación de descubrir que le habían amputado una pierna, lo que provocó más animosidad contra mi madre. Pero a ella no le importaba demasiado. Le bastaba tenernos a mí y a mi hermana, pese a que Elena también se iría poco tiempo después, cuando mamá le tomó —le bebió, digamos— un perfume carísimo que le había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo Santiesteban.

Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que tenía por las noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida, era insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si hubiesen destapado una cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal muerto.

Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía que era culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles que, en verdad, le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y luego, años después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman. Tomaba miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de oruzus. O iba a buscar huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y quitarse la carraspera, y allí es cuando yo solía encontrarla tirada en el gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar una canción que hablaba de la hija de un viejito guardafaros, que era la princesita de aquella soledad. O esa otra que decía «en qué se mete, la chica del diecisiete».

Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a escupir los dos pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella. Era muy alegre y ponía al mal tiempo buena cara. De inmediato mezclaba coñac con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de garganta, producida por las bolitas de paraíso.

Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor. Cantaba para demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o temprano, afectan a una persona. Tiempo después, de grande, a mamá se le habían caído dos uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al respirar se le escuchaba un crujido, como el que hace un sillón de mimbre al recibir el peso de una persona. Se agitaba con facilidad y casi no podía subir los veinte escalones hasta le terraza. Sin embargo, sin embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era el juego.

Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve, Zulema y las hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la semana en casa de Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se pasaban, a veces, seis o siete horas jugando. «Es mi único vicio», decía mamá, y tal vez fuera cierto. Ella decía que el vino y el tabaco constituían, apenas, rasgos de personalidad.

Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa. Adornos, jarrones, espejos o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso sucedía porque eran cosas que perdía en el juego con sus amigas. Reconocí, un día, un prendedor con forma de lagarto, muy lindo, verdecito, que le había regalado mi padre para el Día del Empleado Bancario, en la pechera de Marilú, una de las hermanas Mendoza.

Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó, y Marilú dijo que se lo habían regalado, que eran muy comunes. Que si uno en Casa Tía, por ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor, le regalaban uno de esos prendedores de lagarto. Era difícil de creer. Como cuando Zulema apareció con una estola, una boa símil zorro que a mí me impresionaba de chico porque tenía la cabeza disecada del animal sacando un poco la lengua que, sin lugar a dudas, era la misma boa que había sido de mamá. Mamá me dijo que se la había regalado a Zulema para su cumpleaños, pero yo no le creí. Lo mismo pasó con la bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi hermana no pudo digerir y la llevó a irse de la casa. Aunque, en rigor de verdad, mi hermana ya hacía mucho que había dejado de andar en bicicleta cuando sucedió aquel asunto, pero lo mismo se enojó.

Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro hospital, el Vilela. Ya en el Clemente Alvarez le impedían leerles a los enfermos, a partir de aquel problema con el portuario, y más que nada cuando decidió leerle La peste, de Camus, a un grupo que estaba en terapia intensiva. Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con los internados, para entretenerlos. Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a casa con un papagayo enlozado, casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a un tuberculoso en una partida de monte criollo. Insistía en que se lo había regalado un viejito nefrítico que estaba enamorado de ella. Admito que, de última, se había vuelto bastante mentirosa. «Imaginativa», decía ella, riéndose de mis reproches. Porque siempre me negó que ella jugara con los enfermos por dinero. Pero solía ganarles cosas valiosas a los pobres viejos. Bastones, piyamas, radios portátiles, cosas que significaban mucho para ellos. «Me sorprende de vos —le dije un día—. Siempre fuiste una persona muy buena y amable con la gente.» Se puso seria. «Son viejos enfermos, terminales algunos, indefensos», le insistí. Fue la primera vez, podría jurarlo, que percibí una arista dura en sus palabras. «Las deudas de juego se pagan», me dijo, y encendió un Avanti.

Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho más chico, fue demasiado para mí. Ella decía que mi padre y Elena ya no estaban con nosotros, y que era al divino botón mantener un departamento tan grande como el de la calle Catamarca. Que a ella le costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y arreglarlo. Pero yo sabía que eran todas mentiras. Que había perdido el departamento en una partida de pase inglés jugando en el subsuelo del Club Náutico Avellaneda. Me fui a vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me costó sangre, porque he querido muchísimo a mi madre. Aún la quiero.

La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está muy encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color grisáceo arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona encantadora, de risa fácil y trato jovial. La vi tan desmejorada que me tomé el atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su salud. El doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien para sus vicios. Pero me dijo que el problema de ella no es el alcohol ni el tabaco ni el juego. Y me dio el nombre de una enfermedad. Ninfomanía, me dijo. Y reconozco que no quise averiguar nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está estudiando medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se pone como loco cuando le toco el tema de mi familia. No sé, por lo tanto, qué significa esa palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme de que a mi madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria, en el recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella. Esplendorosa, vital, encantadora, cariñosa y alegre.

viernes, 9 de julio de 2021

Dawson y el fraude de Piltdown


En la primavera boreal de 1908, unos obreros que buscaban extraer grava de un pozo para usarla en la reparación de una ruta en el poblado de Piltdown (sudeste de Inglaterra), se toparon con lo que a primera vista supusieron que era la cáscara de un coco, algo de por sí raro en esas latitudes donde si hay algo que falta son las palmeras.

La noticia llegó rápidamente al conocimiento de Charles Dawson, quien administraba, entre otras, la finca donde se produjo el hallazgo. Basado en sus conocimientos de arqueología, a la que era aficionado, Dawson supuso que se trataba de un craneo muy inusual. Según su propio relato, en ese momento revisó el pozo y no halló nada más.

Cabe acotar que el arqueólogo aficionado también era un anticuario de la zona, y ya contaba con varios descubrimientos extraños en su haber: los dientes de un mamífero de Mesozoico del que no había antecedentes (el plagiaulax dawsoni), varias plantas también bautizadas dawsoni, un reptil (iguanodon dawsoni) y una estatuilla romana de hierro fundido.

Los hallazgos tenían de excepcional no su cantidad (porque en esos años todavía se producían descubrimientos con relativa frecuencia), sino que en todos los casos se podían definir como anomalías, ya que todas las especies, al igual que la estatuilla, no tenían antecedentes de ningún tipo en la zona.

Pasó el tiempo y en febrero de 1912, el paleontólogo del Museo de Historia Natural de Londres, Arthur Smith Woodward, recibió una carta de su amigo, nuestro Dawson, en la que se le anoticiaba de que en un yacimiento de Piltdown, se habían encontrado, además del mencionado fragmento de cráneo de 1908, piezas dentales y otros restos humanos de un hombre muy antiguo. De hecho, el anticuario sugería que se trataría de un ejemplar anterior al más antiguo conocido hasta el presente: el “Hombre de Helderberg”, que fuera encontrado poco tiempo atrás en las llanuras alemanas.

La referencia a Helderberg no era casual. La rivalidad entre germanos e ingleses previa a la guerra, exhibía sus réplicas en todos los niveles sociales y culturales, y la paleontología no era ajena. El eslabón perdido era buscado permanentemente, y encontrar que el primero era inglés y no alemán, daba una pátina nacionalista nada desdeñable.

La descripción del cráneo reconstruido del Hombre de Piltdown, abrevaba en las teorías evolutivas de la época, luego descartadas por la propia ciencia en sucesivos hallazgos posteriores: cercano a los humanos en la parte superior y más simiesco en la mandíbula, mostrando que primero había evolucionado el cerebro y luego se había adaptado la mandíbula, para corregir la alimentación, como se pensaba que había sido el derrotero evolutivo.

Los restos tenían además su propia frutilla del postre: un utensilio tallado del hueso de un elefante, algo totalmente inusual en humanoides de esa datación, y mucho menos en las islas británicas.

Woodward analizó los restos hallados por Dawson y aseguró que el espécimen pertenecía al pleistoceno, o sea entre 2,59 millones y 10.000 años a. C., y su nombre era Eoantropo dawsoni, y lo denominó “el hombre del alba”, ya que era el antepasado más antiguo jamás encontrado.

Hubo discordancias, escepticismo, pero el científico fue contundente en sus argumentos: habían sido hallados en la misma zona, tenían el mismo estado de fosilización y más. Además, dijo, los molares eran notablemente humanos por una características imposible en los primates: estaban gastados, algo irrealizable fisiológicamente para los monos que poseen grandes colmillos. Afirmaba además que el Hombre de Piltdown debía considerarse como el eslabón perdido que probaba la exactitud de la teorías de Darwin.

Algunos científicos de la época, entre ellos el reconocido anatomista David Waterston, se permitieron dudar de la validez del hallazgo, argumentando que se trataba de partes de humanos y de simios combinadas, pero el hermetismo con que se manejaban los hallazgos y la posibilidad de ser cuna del primer hombre, acallaban esas disidencias.

Poco tiempo después del primer hallazgo, Dawson encontró más restos que abonaban sus conclusiones en otro yacimiento cercano, pero las dudas comenzaron a ganarle a los fanatismos, y fue el alemán Franz Weidenreich quien, en base a estudio de fotografías y descripciones (porque no tenía acceso a los restos físicos), concluyó que se trataba de un rompecabezas armado con un cráneo moderno, una mandíbula de orangután y dientes de la misma especie, convenientemente limados.

Poco a poco, el Hombre de Piltdown fue quedando fuera de la ciencia, en parte porque en la segunda y tercer décadas del siglo pasado se realizaron muchos descubrimientos antropológicos, y también porque salvo Dawson, nadie más halló rastros prehistóricos en la zona, ni de otros especímenes.

Sin embargo, no fue hasta 1953, que se descartó completamente la validez de los hallazgos, a partir de un cuidadoso estudio publicado en el boletín del Museo de Historia Natural londinense, en el que tres renombrados científicos demostraron, mediante técnicas modernas, que el viejo y querido Piltdown era todo un fraude, tal como lo había caracterizado en su momento Weidenreich.

Si bien Dawson había fallecido varias décadas, en 1916, las investigaciones sobre el peculiar caso –que llegaron hasta bien entrado este siglo– demostraron que el aficionado inglés había sido el que fraguó las pruebas y hallazgos, enterrando restos para luego encontrarlos, todos convenientemente envejecidos con tintes especiales, limados y rellenados con  grava y pasta para amalgamas dentales.

Lo curioso de esta historia es que muchos científicos de la época fueron partícipes involuntarios del engaño, como dos sacerdotes jesuitas que se unieron a Dawson en las excavaciones, encontrando algunos de los restos que el mismo anticuario había enterrado antes; el famoso escritor escocés Arthur Conan Doyle; y hasta nuestro conocido y venerado Perito Francisco Pascasio Moreno, quien junto a Woodward, llegó a ser sospechado en algún momento como partícipe del engaño, lo que las investigaciones posteriores descartaron de plano.

¿Qué lleva a un hombre ilustrado como Dawson, a fraguar tamaño engaño y mantenerlo en el tiempo? ¿Qué características personales debe tener para convencer para su causa a personajes altamente formados, como Moreno, Woodward y Conan Doyle?

Tal vez el inicio del fraude haya sido un error de apreciación, pero en vez de reconocer el yerro, lo alimentó para esquivar la supuesta deshonra.

O quizás se sentía un patriota, que llevó honor a su tierra (aunque de manera efímera, en este caso), instalando el mito de que el padre de la humanidad era un vecino de su propio barrio.

No sabemos. Dawson murió incluso antes de ser sospechoso, y muchos de los que inocentemente lo ayudaron, como el propio Woodward, creyeron en su aporte incluso cuando la realidad empezaba a ser evidente.

Muchos escritores también han caído a lo largo de la historia, en fraudes como el de Dawson, plagiando obras de otros, apropiándose de guiones, historias o ideas que nunca fueron de ellos, con diversos niveles de éxito.

Hoy, con los motores de búsqueda cada día más inteligentes, resulta muy complicado plagiar, robar, copiar y pegar.

Pese a ello, muchos lo siguen intentando, especialmente los hombres. Es que para muchos, el ansia de reconocimiento es casi una pulsión de vida. O porque, como lo explicó Alejandro Dolina en su buena época, “todo lo que hacemos es para levantar minas”.

(Artículo publicado en la edición de invierno de 2021 de revista La Rama https://revistalarama.com/)