El espacio literario de Santa Cruz está tachonado de escritores que han parido libros (publicados o no) contando lo que entienden que es la historia de sus pueblos, o de sus instituciones deportivas, espacios laborales, familias.
En la mayoría de los casos, se trata de simples anecdotarios –con mayor o menor calidad literaria–, presentados como compendios de historia, a los que les falta mucho para recibir ese título.
Con mayor o menor rigor académico, estos escritores de cada pueblo –porque en cada pueblo hay, al menos, uno de ellos– compilaron en sus textos el resultado de entrevistas, algún que otro recorte periodístico (a veces transcripto o resumido, pero la mayoría de las veces agregado mediante una foto), mostrando no lo extraño o especial que esconde cada comunidad, sino lo más conocido, lo políticamente correcto, lo que todos saben. Y en todos los casos, armado con textos basados en un solo testimonio, una sola fuente, una sola campana.
Es difícil discernir si estos anecdotarios han sido impulsados por esa costumbre tan sureña de ponerle el nombre de vecinos más o menos conocidos a las calles barriales (el repartidor de garrafas, la partera, el loco del pueblo, un político, los padres o madres de casi todos los funcionarios), o es al revés, y los concejos deliberantes ponen nombres de gente conocida porque están acostumbrados a verlos eternizados en esos compendios de anécdotas, chismes y recuerdos llamados pomposamente libros de historia.
A lo largo de mi quehacer como editor de libros, armé y corregí muchos de este tipo de ejemplares. En casi todos los casos, contaron con el apoyo incondicional del estado provincial o municipal, y a veces con aportes de privados. Hubo, incluso, más de un autor que escribió especialmente bien de algún vecino, comercio o club, solo con el afán de que su pariente, heredero o fan desembolsara un aporte extra para el libro, el asado o el retiro anticipado de su autor.
Posiblemente, la corta vida de Santa Cruz como provincia o de sus localidades como tales, no les permite contar con historias de varios siglos o con protagonistas del devenir nacional, y en una carrera perdida de antemano, sus autores tratan de elaborar su propio panteón de héroes, que aunque no tengan el glamour de un oficial que luchó por la independencia, un escritor que defendió la libertad o un político que ayudó a construir la República, tienen igual o mayor cantidad de nombres para presentar, aunque estos sean de honorables vecinos cuyo aporte fue manejar una topadora que abría caminos (por cuenta y orden de un superior, seguramente), cocer el pan que se vendía casa por casa o techar los hogares de los incipientes pueblos de la estepa patagónica.
Los escritores de lo cotidiano siguen apareciendo y plantando sus árboles de papel, contando hechos simples de una vida simple (que todos sabemos que fue sacrificada, pero tampoco era la de los Gulag soviéticos ni nadie estaba porque cumplía una condena).
No tengo nada contra ellos. Algunos incluso taparon eficientemente uno que otro agujero económico de los que marcaron gran parte de mi vida sureña. Simplemente me ha hecho ruido siempre, que a la anécdota se la llame historia o que a vivir en el sur se lo califique de heroico.
A veces el bronce nos priva de distinguir buenas historias para ser contadas, y el ánimo de trascendencia les juega a estos abnegados relatores de lo cotidiano, la oportunidad de construir buenas aguafuertes, en lugar de textos tediosos que por su factura, son condenados tempranamente a ser guardados en un olvidado anaquel, junto a la declaración de interés provincial que recibieron.
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