viernes, 21 de abril de 2023

Besoaín, el imberbe


Conozco a Carlos prácticamente desde el amanecer de los tiempos en que  arribé a Río Gallegos, en los inicios de la década de 1980, cuando se vivían las primeras escaramuzas democráticas, las horas sobraba y casi todo parecía fundacional.

Era el tiempo en que las casitas –esos prostíbulos que también eran whiskerías, lugar de encuentros y diversión cuasi familiar– estaban allende la calle José Ingenieros, en una zona no tan cercana como hoy lo parece, pero peligrosamente vecina a la casa paterna de Carlos, que estrenaba su poesía tan profunda como sutil, su capacidad de pintar maravillas y su adolescencia, que por entonces parecía eterna, en esos lupanares, que eran al mismo tiempo musa inspiradora de sus obras y de otras actividades físicas no tan santas.

Siempre nos llevamos bien, siempre nos admiramos y nos toleramos. 

Por esas épocas llegó su premio del concurso del centenario de Río Gallegos, algo que no lo conmovió demasiado. Para Besoaín –que de ese Carlos estaba hablando–, cada obra, cada trabajo, cumplía con aquella sabia sentencia de Borges: “el autor publica para no pasarse la vida corrigiendo borradores”. Carlos peinaba y despeinaba sus textos, los pulía y los mejoraba, hasta que los publicaba. De ahí en más, la consecuencia era previsible: no le importaba lo que ocurriera. Él ya estaba embarcado en dar vida a algo nuevo.

Tal vez por eso –reflexiono ahora– su gran obra en proceso desde hace veinte o más años, Los libros del Territorio, lo tiene atrapado y no lo suelta ni le permite dedicarse al próximo proyecto.

Volviendo a esos años, siempre recuerdo el paso fugaz de Carlos por mi departamento de soltero, a pocos metros de la avenida Sureda (a donde llegaba la marea, por ese entonces), y en más de una oportunidad lo he visto ponerse rojo por atragantarse con su risa franca, rememorando esos desopilantes momentos. 

En sus jóvenes 20 años, más o menos, aparecía Besoaín, pelo más bien largo, rubio y finito, sin barba (siempre fue incapaz de tenerla), con un pulóver de lana cruda hilada y tejida al estilo sureño, con una gama de insondables colores que tendían peligrosamente a unificarse en un sospechoso marrón oliváceo. Llegaba, se sacaba el pulóver y lo dejaba sobre alguna superficie y se iba a mi pieza a tratar de hacer sonar la guitarra, o a soplar una flauta dulce que de la nada había aparecido en sus manos, o a dibujar, más específicamente, a pintar pequeños detalles aplicando técnicas e degradé que siempre envidié y admiré en cuotas iguales.

Pero, lamentablemente, la mayor parte de las veces, agarraba para el lado de los sonidos y ruidos.

Yo, en tanto, trataba de mantener la cordura mientras desarrollaba mi tarea de diseñador en el tablero o escribía algún artículo.

Cuando los sonidos que salían de la pieza empezaban a generar en mí ansias de represalias (puedo asegurar que hubieran sido capaces de sembrar impulsos asesinos en el mismísimo Bambi), su instinto de supervivencia le indicaba que había llegado la hora de callar y retirarse, y así lo hacía, como había llegado.

En ese instante, se producía una separación desgarradora: Besoaín procedía a quitarle su pulóver a mi gato, Epicúreo, que durante todo el tiempo de su estadía había estado estrujando, arañando, tironeando, lamiendo y revolcándose con y en la prenda, con notable gesto lascivo y perturbador, disfrutando así de la mezcla de olores (y sabores para él) que guardaba la lana áspera, que ya hacía tiempo que había perdido el derecho de llamarse también virgen.

Estimulaban al noble felino olores a perfume barato, a sudores, algún guiso de capón, notas etílicas, adornando y engalanando el inconfundible aroma de las putas de las casitas.

Demasiado para una sola bestia. Demasiado para una sola vida.

Todo ese bagaje, esos paisajes y esa vida están reflejados en Susurros para llevar en la media, su primera obra, premiada en el concurso del Centenario de Río Gallegos. Guardo aún una copia autografiada, junto a la profunda estima por quien me ayudó tanto a formarme como sé que yo lo ayudé a él.

(Publicado en revista La Rama de otoño de 2023)

2 comentarios:

  1. Que lindo Sergio. Yo también recuerdo a Carlitos y un poema que me encantó: Alegría. "La vida es un gigante loco con una carretilla de luz tirada por un niño"

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  2. Carlitos "el rey Midas de la poesía", así lo catalogó con justicia su amigo Hugo Vera Miranda. Abrazi Sergio

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