(texto autorreferencial, como casi siempre, publicado allá por abril de 2000 en la revista Voces & Latidos, de UDEM, una publicación que tuve el orgullo de editar por unos años. Adicionalmente, es una de las notas que más quiero)
Decidirse a adoptar es algo difícil y trabajoso.
Difícil porque conlleva todo un período previo –variable de caso en caso y de persona a persona–, en el que uno, indefectiblemente, tiene que elaborar el duelo por la propia imposibilidad de tener hijos de la manera que la cultura de nuestra sociedad espera. Esto es, por vía de l concepción.
Trabajoso porque significa realizar una infinidad de trámites, contactar con una increíble cantidad de personas u organismos, ya sea personalmente como por teléfono, internet o correo; y sentir o presentir que, a diferencia de los padres biológicos, el resultado final que será realizarse como padres no es una cuestión personal o de pareja, sino una decisión de terceros que, muchas veces, ni siquiera nos conocen y mucho menos les importamos.
En el medio se suceden, en una espera que result agobiante, falsas alarmas, fracasos y desilusiones. Cada uno de ellos es un dolor más y se vive como una pérdida casi irreparable.
Ese medio dura tres o cuatro años, en promedio. Los especialistas dirán que no es mucho más que la espera de un padre por su hijo biológico, pero para el adoptante es una eternidad, porque siempre hay más incertidumbres que seguridades y porque, en definitiva, la decisión de adoptar es personal, pero el resultado final depende de terceros.
También significa llevar por dentro toda una procesión y un sinfín de preguntas: ¿lo querré? ¿me gustará? ¿Será (linda, inteligente o lo que te creas) como yo? ¿me rechazará? ¿podré criarlo como corresponde? ¿no ser familia biológica disminuye mis condiciones?, etc.
Pueden jugar en todo el proceso un montón de factores imponderables: desde que la jueza nos trate como a delincuentes si no hemos cumplido a rajatablas sus preconceptos acerca de cómo llevar los trámites, hasta que recibamos apoyos, ayudas y estímulos en los lugares más insospechados.
Y se reconocen cosas curiosas, como que hay toda una red –informal, no constituida– de padres adoptantes que ni siquiera conocemos y que están prontos a ayudarnos cuando menos lo esperamos.
Sea cual sea el proceso previo, en el momento que se produce la adopción, cuando ya tenemos a nuestro hijo en brazos, varias cosas se tornan evidentes:
Uno no buscaba adoptar un hijo, sino que estaba esperando encontrarse con ese hijo que adoptó, y no con otro.
Un padre adoptante no es ni más ni menos que un padre, como cualquier otro.
Todos los problemas, vivencias, dolores, dudas y temores previos, quedan sepultados y pasan a ser simples anécdotas, opacadas por la alegría de tener, por fin, a nuestro hijo con nosotros.
Y como todos los padres –adoptantes o biológicos– saben, tener a nuestro hijo en brazos quita todas las penas, calma todos los dolores y llena un espacio en nuestras vidas que ni siquiera sabíamos que existía.