domingo, 23 de julio de 2023

Quitapenas


(texto autorreferencial, como casi siempre, publicado allá por abril de 2000 en la revista Voces & Latidos, de UDEM, una publicación que tuve el orgullo de editar por unos años. Adicionalmente, es una de las notas que más quiero)


Decidirse a adoptar es algo difícil y trabajoso.

Difícil porque conlleva todo un período previo –variable de caso en caso y de persona a persona–, en el que uno, indefectiblemente, tiene que elaborar el duelo por la propia imposibilidad de tener hijos de la manera que la cultura de nuestra sociedad espera. Esto es, por vía de l concepción.

Trabajoso porque significa realizar una infinidad de trámites, contactar con una increíble cantidad de personas u organismos, ya sea personalmente como por teléfono, internet o correo; y sentir o presentir que, a diferencia de los padres biológicos, el resultado final que será realizarse como padres no es una cuestión personal o de pareja, sino una decisión de terceros que, muchas veces, ni siquiera nos conocen y mucho menos les importamos.

En el medio se suceden, en una espera que result agobiante, falsas alarmas, fracasos y desilusiones. Cada uno de ellos es un dolor más y se vive como una pérdida casi irreparable.

Ese medio dura tres o cuatro años, en promedio. Los especialistas dirán que no es mucho más que la espera de un padre por su hijo biológico, pero para el adoptante es una eternidad, porque siempre hay más incertidumbres que seguridades y porque, en definitiva, la decisión de adoptar es personal, pero el resultado final depende de terceros.

También significa llevar por dentro toda una procesión y un sinfín de preguntas: ¿lo querré? ¿me gustará? ¿Será (linda, inteligente o lo que te creas) como yo? ¿me rechazará? ¿podré criarlo como corresponde? ¿no ser familia biológica disminuye mis condiciones?, etc.

Pueden jugar en todo el proceso un montón de factores imponderables: desde que la jueza nos trate como a delincuentes si no hemos cumplido a rajatablas sus preconceptos acerca de cómo llevar los trámites, hasta que recibamos apoyos, ayudas y estímulos en los lugares más insospechados.

Y se reconocen cosas curiosas, como que hay toda una red –informal, no constituida– de padres adoptantes que ni siquiera conocemos y que están prontos a ayudarnos cuando menos lo esperamos.

Sea cual sea el proceso previo, en el momento que se produce la adopción, cuando ya tenemos a nuestro hijo en brazos, varias cosas se tornan evidentes:

Uno no buscaba adoptar un hijo, sino que estaba esperando encontrarse con ese hijo que adoptó, y no con otro.

Un padre adoptante no es ni más ni menos que un padre, como cualquier otro.

Todos los problemas, vivencias, dolores, dudas y temores previos, quedan sepultados y pasan a ser simples anécdotas, opacadas por la alegría de tener, por fin, a nuestro hijo con nosotros.

Y como todos los padres –adoptantes o biológicos– saben, tener a nuestro hijo en brazos quita todas las penas, calma todos los dolores y llena un espacio en nuestras vidas que ni siquiera sabíamos que existía.

martes, 9 de mayo de 2023

Yo vi a Bill Evns

Yo estuve en el espectacular concierto del Bill Evans Trío en San Nicolás, en setiembre de 1979. 

No fue como lo cuenta la nota de La Nación que cada tanto se recicla: Evans actuó de rebote en San Nicolás, porque había un núcleo muy fuerte de seguidores del jazz, que organizaba conciertos y sessions habitualmente, a veces con seis bandas o más en escena. Tenía una presentación pautada en Rosario y otra en Buenos Aires, y pernoctaría un par de días en el Hotel Colonial, en las afueras de San Nicolás, lugar habitual de hospedaje de las estrellas de paso. Alguien del Círculo Amigo del Jazz (no sé quién) hizo gestiones y logró que se presentara de paso.

Se anunció el mismo día en el diario local, y apenas unas 40 personas nos enteramos y fuimos al Teatro Aguiar. Se lo enmarcó en los festejos de la Primavera para que no tuvieran que tramitarse los permisos especiales, porque en esa época había que pedir permiso con antelación y presentar repertorios y demás a una especie de comisión de censura.

La presentación de reinas y princesas de la primavera (y la premiación de carrozas estudiantiles) se hizo en el Auditorio que está al lado del teatro, pero no en el mismo lugar, no compartieron espacios, ni nos cruzamos los asistentes a uno y otro evento. 

El espectáculo fue grandioso, con el dulce agregado de sentirnos unos elegidos, por ser un puñadito de personas viendo a una leyenda en vivo, como si fuera una reunión secreta de iniciados.

Todo lo demás que se cuenta en la nota (discusiones, quejas, etc.) es todo fantasía, para darle más sabor a un relato que solo es legendario para quienes tuvimos la suerte de vivirlo.

viernes, 21 de abril de 2023

Besoaín, el imberbe


Conozco a Carlos prácticamente desde el amanecer de los tiempos en que  arribé a Río Gallegos, en los inicios de la década de 1980, cuando se vivían las primeras escaramuzas democráticas, las horas sobraba y casi todo parecía fundacional.

Era el tiempo en que las casitas –esos prostíbulos que también eran whiskerías, lugar de encuentros y diversión cuasi familiar– estaban allende la calle José Ingenieros, en una zona no tan cercana como hoy lo parece, pero peligrosamente vecina a la casa paterna de Carlos, que estrenaba su poesía tan profunda como sutil, su capacidad de pintar maravillas y su adolescencia, que por entonces parecía eterna, en esos lupanares, que eran al mismo tiempo musa inspiradora de sus obras y de otras actividades físicas no tan santas.

Siempre nos llevamos bien, siempre nos admiramos y nos toleramos. 

Por esas épocas llegó su premio del concurso del centenario de Río Gallegos, algo que no lo conmovió demasiado. Para Besoaín –que de ese Carlos estaba hablando–, cada obra, cada trabajo, cumplía con aquella sabia sentencia de Borges: “el autor publica para no pasarse la vida corrigiendo borradores”. Carlos peinaba y despeinaba sus textos, los pulía y los mejoraba, hasta que los publicaba. De ahí en más, la consecuencia era previsible: no le importaba lo que ocurriera. Él ya estaba embarcado en dar vida a algo nuevo.

Tal vez por eso –reflexiono ahora– su gran obra en proceso desde hace veinte o más años, Los libros del Territorio, lo tiene atrapado y no lo suelta ni le permite dedicarse al próximo proyecto.

Volviendo a esos años, siempre recuerdo el paso fugaz de Carlos por mi departamento de soltero, a pocos metros de la avenida Sureda (a donde llegaba la marea, por ese entonces), y en más de una oportunidad lo he visto ponerse rojo por atragantarse con su risa franca, rememorando esos desopilantes momentos. 

En sus jóvenes 20 años, más o menos, aparecía Besoaín, pelo más bien largo, rubio y finito, sin barba (siempre fue incapaz de tenerla), con un pulóver de lana cruda hilada y tejida al estilo sureño, con una gama de insondables colores que tendían peligrosamente a unificarse en un sospechoso marrón oliváceo. Llegaba, se sacaba el pulóver y lo dejaba sobre alguna superficie y se iba a mi pieza a tratar de hacer sonar la guitarra, o a soplar una flauta dulce que de la nada había aparecido en sus manos, o a dibujar, más específicamente, a pintar pequeños detalles aplicando técnicas e degradé que siempre envidié y admiré en cuotas iguales.

Pero, lamentablemente, la mayor parte de las veces, agarraba para el lado de los sonidos y ruidos.

Yo, en tanto, trataba de mantener la cordura mientras desarrollaba mi tarea de diseñador en el tablero o escribía algún artículo.

Cuando los sonidos que salían de la pieza empezaban a generar en mí ansias de represalias (puedo asegurar que hubieran sido capaces de sembrar impulsos asesinos en el mismísimo Bambi), su instinto de supervivencia le indicaba que había llegado la hora de callar y retirarse, y así lo hacía, como había llegado.

En ese instante, se producía una separación desgarradora: Besoaín procedía a quitarle su pulóver a mi gato, Epicúreo, que durante todo el tiempo de su estadía había estado estrujando, arañando, tironeando, lamiendo y revolcándose con y en la prenda, con notable gesto lascivo y perturbador, disfrutando así de la mezcla de olores (y sabores para él) que guardaba la lana áspera, que ya hacía tiempo que había perdido el derecho de llamarse también virgen.

Estimulaban al noble felino olores a perfume barato, a sudores, algún guiso de capón, notas etílicas, adornando y engalanando el inconfundible aroma de las putas de las casitas.

Demasiado para una sola bestia. Demasiado para una sola vida.

Todo ese bagaje, esos paisajes y esa vida están reflejados en Susurros para llevar en la media, su primera obra, premiada en el concurso del Centenario de Río Gallegos. Guardo aún una copia autografiada, junto a la profunda estima por quien me ayudó tanto a formarme como sé que yo lo ayudé a él.

(Publicado en revista La Rama de otoño de 2023)