lunes, 18 de octubre de 2021

Mamá, un cuento de Roberto Fontanarrosa

En el Día de la Madre, comparto este espectacular cuento de Roberto Fontanarrosa, el gran escritor, dibujante y humorista argentino. Que lo disfruten. 


A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir que tomaba una barbaridad, pero, a veces, cuando a la noche se acercaba a darme un beso, yo podía percibir su aliento pesado por el alcohol. Ella siempre me besaba antes de irse a dormir. Yo era chico, estoy hablando de cuando tenía 8 o 9 años. Ella se quedaba viendo televisión hasta tarde y, antes de ir a acostarse, venía y me daba un beso. Nunca dejaba de hacerlo. En la mayoría de los casos yo fingía dormir. O, si estaba dormido, habitualmente ella me despertaba sin querer porque se tropezaba contra los muebles en la semipenumbra. Tampoco podría precisar cuándo fue que ella empezó a beber con mayor asiduidad. Cuando nuestro padre vivía con nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su vaso con soda y luego coloreaba la soda con un chorrito mínimo de vino. Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando una fórmula altamente explosiva. Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo podía adivinar cuándo se asomaba a la puerta de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una vaharada espesa a vino común. Así y todo, me gustaba mucho que viniera a darme un beso. Además, musitaba algo, como una plegaria o una bendición, que yo no llegaba a escuchar, pero agradecía.

Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí. Seguía tomando el vaso de soda coloreada al mediodía y también a la noche, pero nada más que eso. No sé si tomaría frente a Alcira, la señora que venía una vez a a la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la vecina del segundo piso, pero al menos frente a mí conservaba cierto recato. Poco tiempo después, cuando yo regresaba de la secundaria, había ocasiones en que la encontraba tirada en el gallinero. Tenía un gallinero que compartíamos con Zulema, en uno de los ángulos de la terraza. Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le ensuciaban encima, o ella se ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el vestido de plumas. Yo no sabía bien qué hacer en esas ocasiones. Al principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo, para no ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una vez, enojado, la zamarreé hasta despertarla. Me dijo que se había dormido sin querer, mientras buscaba huevos para la noche; que el sol estaba muy lindo allí en la terraza. Pero olía espantoso y no sé dónde metía las botellas.

Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate. Las borracheras con licor de huevo al chocolate son terribles, devastadoras. Había días en que amanecía verde, descompuesta, con un dolor de cabeza infernal. Me decía que había tomado una copita de licor de huevo y le había caído mal. Que el hígado le latía. Siempre recuerdo esa expresión suya, «que el hígado le latía». Era muy ocurrente para hablar, muy divertida. Pero yo veía, en el cajón de basura, cómo se acumulaban las botellas. se escondía para beber. A veces mirábamos televisión —a ella le gustaba muchísimo el programa de Pipo Mancera— y de pronto se iba al baño. Sabía que el baño era un lugar eminentemente privado y que yo no me iba a atrever a espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuando ella se metió debajo de la mesa del living con la excusa de buscar un carretel de hilo que se le había caído. Alcé el mantel y la sorprendí con una petaca.

Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol Abeja, un alcohol para desinfectar lastimaduras. Mamá era increíblemente dulce conmigo. Un día yo me corté un dedo recortando figuritas con la tijera. Desde chico me gustó recortar figuritas de la revista de modas. De los figurines, como decía ella. Me salía bastante sangre. La yema del dedo siempre sangra mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de alcohol. Me puso alcohol en el dedo y después, directamente del pico del frasco, se tomó un trago. «¡Mamá!», la alerté. Mi padre nos retaba cuando nosotros bebíamos directamente del pico, aun siendo gaseosas. «Es que me ponés nerviosa», me dijo. Pero después se tomó todo lo que quedaba en el frasco. Sin embargo, no dio señales de que le hubiese caído mal ni mucho menos. Tenía bastante conducta alcohólica con el Abeja. No así con el perfume. Un día la acompañé a una perfumería, después de ir al cine. A ella le gustaba mucho el cine, en especial las películas de piratas. Vio tres veces Todos los hermanos eran valientes. Conozco mucha gente que ha visto tres veces una misma película. Pero ella la vio en un mismo día. Me dijo que quería comprarse un perfume. A la vendedora le pidió alguno que fuera frutado. Yo no creo que mamá tuviese un gusto refinado para los vinos. Se había hecho, lógicamente, dentro de los parámetros de la clase media. Y mi padre no pasaba de los vinos Chamaquito, Copiapó o Fuerte del Rey. Yo la veía aparecer a mamá oliendo a perfume y nunca sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O las dos cosas. Era difícil, sin embargo, verla dando pena o tambaleante. Se dormía con facilidad, eso sí, como en el caso con las gallinas, o se le ponía un poquito pesada la lengua, pero nada más. Podría afirmar, por ejemplo, que nunca me hizo pasar un papelón en alguna fiesta familiar. Yo detectaba un cierto cuidado, una cierta atención especial hacia ella de parte de mis tías o de abuela Alicia, como decir: «Sacale la copa a Dora» o «Decile a Dora que pare», pero nada más. Algún codazo intencionado, a veces, cuando mamá preguntaba por el clericó. Eso sí, se reía con mucha facilidad cuando tomaba, lo que no dejaba de ser, por otra parte, un costado simpático de su personalidad. Admito que hubo una especie de nervio y hasta una suerte de incomodidad en mi tío Adalberto, durante un almuerzo improvisado en casa de Chuco y Popola, cuando mamá no pudo parar de reírse en toda la sobremesa, aunque acabábamos de llegar del entierro de tía Clorinda. Pero era una mujer encantadora.

En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos los problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de casa. A la que no le gustaba nada el asunto era a Elenita, mi hermana. Obvié contar que tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se ponía fatal cuando pasaban esas cosas, no soportaba que mamá bebiera como no lo soportaba a papá, tampoco, por otras razones. En el caso de papá, creo que tenía algo de razón. Con mamá, en cambio, era excesivamente dura. Un psicólogo me dijo que mi hermana reclamaba lo que a ella le correspondía.

No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte, nunca Elenita encontró a mamá tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi hermana nunca subía a la terraza, porque decía que le tenía terror a las alturas y porque aún conserva una extraña alergía a los animales con plumas. Veía un pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se hinchaba como un globo.

Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo mismo se hinchaba, con lo que quiero decir que no era algo meramente psicológico. Un día, tía Chuco, pobre, desconociendo el problema de Elena, le regaló una gallinita de chocolate para Pascuas, y a mi hermana la salvaron con un Decadrón. Se le había hinchado tanto la cara que parecía una japonesa. Los ojos eran dos tajos. Ella, justamente, que siempre ha presumido de tener ojos muy lindos. Pero mamá le caía muy bien a todo el mundo. En realidad, el problema de mamá no era el alochol. Era el cigarrillo.

Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del feminismo. Una activista. Ella me contaba que fumaba desde los 11 años, a instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se envició. Había momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.

Dejaba el cigarrillo —fumaba Marvel cortos, negros, sin filtro—, cortaba un pedazo de milanesa, por ejemplo; lo masticaba, lo tragaba y le pegaba otra pitada al cigarrillo. Tenía el dedo índice y el anular de la mano derecha amarillos por la nicotina, casi verdes.

Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida, agitando la mano exageradamente frente a su cara, como apartando el humo. «Es mi único vicio», decía mamá. Y en esos momentos era verdad, pues creo que ella empezó a beber vodka y ginebra después de que se marchó mi padre, sin que nadie supiera muy bien por qué. Y no pienso que mamá se lanzara a la bebida para olvidar el abandono de mi padre. Creo que, simplemente, se sintió liberada y ya pudo hacerlo sin mayores complejos ni presiones, salvo la actitud recriminatoria de Elena. Elena a veces se levantaba antes de la mesa, molesta por el humo. Se hacía la que tosía, incluso, para que no la retaran reclamándole que comiera el postre.

Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica. En casa éramos de una clase media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media vivía bien, cómoda, tranquila. Al mediodía comíamos tres platos, por ejemplo. Una sopa de entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre era fruta o queso y dulce. Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue un poco teatral mi hermana. Para empezar a fumar, mamá aprovechaba cuando la sopa estaba bien caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos se mezclaba con el de la sopa y así se disimulaba.

Sin embargo, no era abusiva. No era una persona a la que le importara muy poco lo que pasaba a su alrededor, con sus semejantes. La prueba es que se ofrecía, en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos. El problema es que les leía sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy fuerte con un estibador que había perdido una pierna al caérsele encima una grúa portuaria, y a quien mamá insistía en leerle Mujercitas, de Luisa M. Alcott. Digamos —para que quede claro— cuando papá y Elena insistieron con sus quejas por el hecho de que mamá fumaba en la mesa, dejó de hacerlo. Así de simple. Dejó de hacerlo. Fue cuando empezó a mascar tabaco, una costumbre que yo creía desaparecida con los últimos arrieros. Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas hojas de tabaco, las plegaba, se las metía en la boca y comenzaba a masticarlas. Es cierto, no producía humo, pero llegaba un momento en que se le escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los labios, que me desagradaba mucho. Debo reconocer que siempre he sido un tipo bastante sensible. Y de chico, más.

Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir al baño cada tanto, mientras masticaba tabaco, ya que, cuidadosa, no quería hacerlo frente a nosotros. Apunto que era muy obsesiva con el cuidado de la casa. Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos calados, a las cortinas con encajes, a los macramés, a las puntillas. Bordaba muy bien. A mí me gustaba mirarla por las noches acostado en su cama, escuchando en la radio el Radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba pañuelitos, masticando tabaco.

Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus propios cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una reposera, en el patio, y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su propio tabaco. Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía. Empezó a hacer eso, es claro, cuando tuvo más tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le aceptaban tanto que fuera a leerles a los enfermos. Toda una sala del Clemente Alvarez había hecho una huelga de hambre contra su presencia. Llegaron a organizar una marcha de protesta contra mamá, un tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las voluntades.

En esa marcha un anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa revelación de descubrir que le habían amputado una pierna, lo que provocó más animosidad contra mi madre. Pero a ella no le importaba demasiado. Le bastaba tenernos a mí y a mi hermana, pese a que Elena también se iría poco tiempo después, cuando mamá le tomó —le bebió, digamos— un perfume carísimo que le había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo Santiesteban.

Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que tenía por las noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida, era insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si hubiesen destapado una cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal muerto.

Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía que era culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles que, en verdad, le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y luego, años después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman. Tomaba miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de oruzus. O iba a buscar huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y quitarse la carraspera, y allí es cuando yo solía encontrarla tirada en el gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar una canción que hablaba de la hija de un viejito guardafaros, que era la princesita de aquella soledad. O esa otra que decía «en qué se mete, la chica del diecisiete».

Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a escupir los dos pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella. Era muy alegre y ponía al mal tiempo buena cara. De inmediato mezclaba coñac con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de garganta, producida por las bolitas de paraíso.

Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor. Cantaba para demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o temprano, afectan a una persona. Tiempo después, de grande, a mamá se le habían caído dos uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al respirar se le escuchaba un crujido, como el que hace un sillón de mimbre al recibir el peso de una persona. Se agitaba con facilidad y casi no podía subir los veinte escalones hasta le terraza. Sin embargo, sin embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era el juego.

Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve, Zulema y las hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la semana en casa de Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se pasaban, a veces, seis o siete horas jugando. «Es mi único vicio», decía mamá, y tal vez fuera cierto. Ella decía que el vino y el tabaco constituían, apenas, rasgos de personalidad.

Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa. Adornos, jarrones, espejos o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso sucedía porque eran cosas que perdía en el juego con sus amigas. Reconocí, un día, un prendedor con forma de lagarto, muy lindo, verdecito, que le había regalado mi padre para el Día del Empleado Bancario, en la pechera de Marilú, una de las hermanas Mendoza.

Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó, y Marilú dijo que se lo habían regalado, que eran muy comunes. Que si uno en Casa Tía, por ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor, le regalaban uno de esos prendedores de lagarto. Era difícil de creer. Como cuando Zulema apareció con una estola, una boa símil zorro que a mí me impresionaba de chico porque tenía la cabeza disecada del animal sacando un poco la lengua que, sin lugar a dudas, era la misma boa que había sido de mamá. Mamá me dijo que se la había regalado a Zulema para su cumpleaños, pero yo no le creí. Lo mismo pasó con la bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi hermana no pudo digerir y la llevó a irse de la casa. Aunque, en rigor de verdad, mi hermana ya hacía mucho que había dejado de andar en bicicleta cuando sucedió aquel asunto, pero lo mismo se enojó.

Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro hospital, el Vilela. Ya en el Clemente Alvarez le impedían leerles a los enfermos, a partir de aquel problema con el portuario, y más que nada cuando decidió leerle La peste, de Camus, a un grupo que estaba en terapia intensiva. Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con los internados, para entretenerlos. Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a casa con un papagayo enlozado, casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a un tuberculoso en una partida de monte criollo. Insistía en que se lo había regalado un viejito nefrítico que estaba enamorado de ella. Admito que, de última, se había vuelto bastante mentirosa. «Imaginativa», decía ella, riéndose de mis reproches. Porque siempre me negó que ella jugara con los enfermos por dinero. Pero solía ganarles cosas valiosas a los pobres viejos. Bastones, piyamas, radios portátiles, cosas que significaban mucho para ellos. «Me sorprende de vos —le dije un día—. Siempre fuiste una persona muy buena y amable con la gente.» Se puso seria. «Son viejos enfermos, terminales algunos, indefensos», le insistí. Fue la primera vez, podría jurarlo, que percibí una arista dura en sus palabras. «Las deudas de juego se pagan», me dijo, y encendió un Avanti.

Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho más chico, fue demasiado para mí. Ella decía que mi padre y Elena ya no estaban con nosotros, y que era al divino botón mantener un departamento tan grande como el de la calle Catamarca. Que a ella le costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y arreglarlo. Pero yo sabía que eran todas mentiras. Que había perdido el departamento en una partida de pase inglés jugando en el subsuelo del Club Náutico Avellaneda. Me fui a vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me costó sangre, porque he querido muchísimo a mi madre. Aún la quiero.

La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está muy encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color grisáceo arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona encantadora, de risa fácil y trato jovial. La vi tan desmejorada que me tomé el atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su salud. El doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien para sus vicios. Pero me dijo que el problema de ella no es el alcohol ni el tabaco ni el juego. Y me dio el nombre de una enfermedad. Ninfomanía, me dijo. Y reconozco que no quise averiguar nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está estudiando medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se pone como loco cuando le toco el tema de mi familia. No sé, por lo tanto, qué significa esa palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme de que a mi madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria, en el recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella. Esplendorosa, vital, encantadora, cariñosa y alegre.

viernes, 9 de julio de 2021

Dawson y el fraude de Piltdown


En la primavera boreal de 1908, unos obreros que buscaban extraer grava de un pozo para usarla en la reparación de una ruta en el poblado de Piltdown (sudeste de Inglaterra), se toparon con lo que a primera vista supusieron que era la cáscara de un coco, algo de por sí raro en esas latitudes donde si hay algo que falta son las palmeras.

La noticia llegó rápidamente al conocimiento de Charles Dawson, quien administraba, entre otras, la finca donde se produjo el hallazgo. Basado en sus conocimientos de arqueología, a la que era aficionado, Dawson supuso que se trataba de un craneo muy inusual. Según su propio relato, en ese momento revisó el pozo y no halló nada más.

Cabe acotar que el arqueólogo aficionado también era un anticuario de la zona, y ya contaba con varios descubrimientos extraños en su haber: los dientes de un mamífero de Mesozoico del que no había antecedentes (el plagiaulax dawsoni), varias plantas también bautizadas dawsoni, un reptil (iguanodon dawsoni) y una estatuilla romana de hierro fundido.

Los hallazgos tenían de excepcional no su cantidad (porque en esos años todavía se producían descubrimientos con relativa frecuencia), sino que en todos los casos se podían definir como anomalías, ya que todas las especies, al igual que la estatuilla, no tenían antecedentes de ningún tipo en la zona.

Pasó el tiempo y en febrero de 1912, el paleontólogo del Museo de Historia Natural de Londres, Arthur Smith Woodward, recibió una carta de su amigo, nuestro Dawson, en la que se le anoticiaba de que en un yacimiento de Piltdown, se habían encontrado, además del mencionado fragmento de cráneo de 1908, piezas dentales y otros restos humanos de un hombre muy antiguo. De hecho, el anticuario sugería que se trataría de un ejemplar anterior al más antiguo conocido hasta el presente: el “Hombre de Helderberg”, que fuera encontrado poco tiempo atrás en las llanuras alemanas.

La referencia a Helderberg no era casual. La rivalidad entre germanos e ingleses previa a la guerra, exhibía sus réplicas en todos los niveles sociales y culturales, y la paleontología no era ajena. El eslabón perdido era buscado permanentemente, y encontrar que el primero era inglés y no alemán, daba una pátina nacionalista nada desdeñable.

La descripción del cráneo reconstruido del Hombre de Piltdown, abrevaba en las teorías evolutivas de la época, luego descartadas por la propia ciencia en sucesivos hallazgos posteriores: cercano a los humanos en la parte superior y más simiesco en la mandíbula, mostrando que primero había evolucionado el cerebro y luego se había adaptado la mandíbula, para corregir la alimentación, como se pensaba que había sido el derrotero evolutivo.

Los restos tenían además su propia frutilla del postre: un utensilio tallado del hueso de un elefante, algo totalmente inusual en humanoides de esa datación, y mucho menos en las islas británicas.

Woodward analizó los restos hallados por Dawson y aseguró que el espécimen pertenecía al pleistoceno, o sea entre 2,59 millones y 10.000 años a. C., y su nombre era Eoantropo dawsoni, y lo denominó “el hombre del alba”, ya que era el antepasado más antiguo jamás encontrado.

Hubo discordancias, escepticismo, pero el científico fue contundente en sus argumentos: habían sido hallados en la misma zona, tenían el mismo estado de fosilización y más. Además, dijo, los molares eran notablemente humanos por una características imposible en los primates: estaban gastados, algo irrealizable fisiológicamente para los monos que poseen grandes colmillos. Afirmaba además que el Hombre de Piltdown debía considerarse como el eslabón perdido que probaba la exactitud de la teorías de Darwin.

Algunos científicos de la época, entre ellos el reconocido anatomista David Waterston, se permitieron dudar de la validez del hallazgo, argumentando que se trataba de partes de humanos y de simios combinadas, pero el hermetismo con que se manejaban los hallazgos y la posibilidad de ser cuna del primer hombre, acallaban esas disidencias.

Poco tiempo después del primer hallazgo, Dawson encontró más restos que abonaban sus conclusiones en otro yacimiento cercano, pero las dudas comenzaron a ganarle a los fanatismos, y fue el alemán Franz Weidenreich quien, en base a estudio de fotografías y descripciones (porque no tenía acceso a los restos físicos), concluyó que se trataba de un rompecabezas armado con un cráneo moderno, una mandíbula de orangután y dientes de la misma especie, convenientemente limados.

Poco a poco, el Hombre de Piltdown fue quedando fuera de la ciencia, en parte porque en la segunda y tercer décadas del siglo pasado se realizaron muchos descubrimientos antropológicos, y también porque salvo Dawson, nadie más halló rastros prehistóricos en la zona, ni de otros especímenes.

Sin embargo, no fue hasta 1953, que se descartó completamente la validez de los hallazgos, a partir de un cuidadoso estudio publicado en el boletín del Museo de Historia Natural londinense, en el que tres renombrados científicos demostraron, mediante técnicas modernas, que el viejo y querido Piltdown era todo un fraude, tal como lo había caracterizado en su momento Weidenreich.

Si bien Dawson había fallecido varias décadas, en 1916, las investigaciones sobre el peculiar caso –que llegaron hasta bien entrado este siglo– demostraron que el aficionado inglés había sido el que fraguó las pruebas y hallazgos, enterrando restos para luego encontrarlos, todos convenientemente envejecidos con tintes especiales, limados y rellenados con  grava y pasta para amalgamas dentales.

Lo curioso de esta historia es que muchos científicos de la época fueron partícipes involuntarios del engaño, como dos sacerdotes jesuitas que se unieron a Dawson en las excavaciones, encontrando algunos de los restos que el mismo anticuario había enterrado antes; el famoso escritor escocés Arthur Conan Doyle; y hasta nuestro conocido y venerado Perito Francisco Pascasio Moreno, quien junto a Woodward, llegó a ser sospechado en algún momento como partícipe del engaño, lo que las investigaciones posteriores descartaron de plano.

¿Qué lleva a un hombre ilustrado como Dawson, a fraguar tamaño engaño y mantenerlo en el tiempo? ¿Qué características personales debe tener para convencer para su causa a personajes altamente formados, como Moreno, Woodward y Conan Doyle?

Tal vez el inicio del fraude haya sido un error de apreciación, pero en vez de reconocer el yerro, lo alimentó para esquivar la supuesta deshonra.

O quizás se sentía un patriota, que llevó honor a su tierra (aunque de manera efímera, en este caso), instalando el mito de que el padre de la humanidad era un vecino de su propio barrio.

No sabemos. Dawson murió incluso antes de ser sospechoso, y muchos de los que inocentemente lo ayudaron, como el propio Woodward, creyeron en su aporte incluso cuando la realidad empezaba a ser evidente.

Muchos escritores también han caído a lo largo de la historia, en fraudes como el de Dawson, plagiando obras de otros, apropiándose de guiones, historias o ideas que nunca fueron de ellos, con diversos niveles de éxito.

Hoy, con los motores de búsqueda cada día más inteligentes, resulta muy complicado plagiar, robar, copiar y pegar.

Pese a ello, muchos lo siguen intentando, especialmente los hombres. Es que para muchos, el ansia de reconocimiento es casi una pulsión de vida. O porque, como lo explicó Alejandro Dolina en su buena época, “todo lo que hacemos es para levantar minas”.

(Artículo publicado en la edición de invierno de 2021 de revista La Rama https://revistalarama.com/)

lunes, 3 de mayo de 2021

Futuro y cadenas


Aunque parezca una falacia, el concepto de futuro que manejamos prácticamente todos los seres humanos del planeta y compartimos como un conocimiento inmutable en las sociedades que integramos, no es ancestral, ni siquiera antiguo, ya que no tiene más que dos o tres siglos de existencia.

Algo tan común para nosotros como pensar en lo que vendrá, imaginar un tiempo con elementos, valores y conductas distintas a las actuales, tomar decisiones en función de analizar los datos actuales para prever lo que vendrá, no era un elemento existente ni en las mentes más brillantes ni en las menos favorecidas, aún después del Renacimiento europeo.

De hecho, los primeros conceptos de futuro empiezan a aparecer en las sociedades europeas entre fines del siglo XVI y principios del XVII, y se consolidan y normalizan recién a finales del XIX.

No es que no se creyera que el tiempo continuaba, sino que no se lo concebía como portador de posibles cambios. De hecho, tampoco había una visión distinta del espacio que cada sociedad habitaba: los territorios no conocidos, habitados por culturas distintas en diferentes estadios de evolución, eran pensados como mágicos o reinos que hoy denominaríamos de fantasía (los mapas mezclaban datos geográficos con mitológicos, los nativos descubiertos eran gigantes, o ángeles, o animales; los recién llegados eran emisarios de los dioses).

La consecuencia fue el hoy visto como inhumano comportamiento: para considerarlos personas, había que convertirlos a la religión propia, vestirlos como uno y borrar toda costumbre que no fuera la propia. Y mientras no eran personas, no tenían derecho a sus pertenencias ni recursos, como un caballo no es el dueño del grano que come o el pienso en que descansa.

Pero volvamos al futuro. La influencia religiosa indicaba que el tiempo que vendría era el mismo que se estaba viviendo, y que si iba a aparecer algún cambio, ya estaba escrito. Los eruditos se limitaban a interpretar las señales de lo que ya se sabía que iba a pasar.

Los pronosticadores de lo que vendría –adivinos, profetas variopintos, chamanes y gurúes– nunca previeron un mundo distinto, anunciando cataclismos, fines del mundo y penurias varias, pero siempre en el contexto de una realidad igual a la que les tocó vivir. En rigor, no pronosticaron ningún futuro, solo cataclismos que sucederían en un territorio igual al que conocían.

La aparición del concepto de futuro como algo nuevo, no atado a cuestiones preestablecidas sino dependiente de nuestras decisiones actuales –como individuos y como sociedad– comienzan a gestarse a partir del mismo germen que llevó, a finales del siglo XVIII, a la Revolución Francesa. Cuando las sociedades comenzaron a decidir remover de sus cargos a los monarcas predestinados y tomar las riendas de sus propias vidas, tuvieron que presentir, primero, que era posible una vida que no estuviera predefinida, sino que se podría ir construyendo a partir de las decisiones propias. Sin las cadenas de lo preestablecido y con el aliciente de lo que hoy llamaríamos promesas electorales, el avance del pensamiento comunitario y sus consecuencias en la vida cotidiana, pasó a ser imparable. Así, los imperios de la antigüedad y el medioevo, que crecían hasta que su misma mecánica interna los hacía colapsar y caer, se transformaron en las sociedades modernas, en permanente evolución, tomando decisiones acertadas o no, en función de lo que vendrá, y no de lo que es o ya fue.

El impacto en la literatura de este nuevo concepto, fue formidable. Las grandes obras de la antigüedad se basaban en contar la vida de personas en un mundo que no cambiaba o sufriendo hechos preestablecidos. El infierno del Dante es lo que te tocará si hacés determinadas cosas; el Quijote enloquece en un mundo que no cambia; el Lazarillo de Tormes se amolda al mundo que fue y que será.

Con el futuro a flor de piel, aparecen Julio Verne, H.G. Wells y tantos otros, pero fundamentalmente aparecen grandes y pequeñas novelas en las que los protagonistas pueden envejecer en un mundo distinto al que vivieron, se pueden imaginar cosas que aún no existen, e incluso las que nunca existirán.

También surgieron con poderosa fuerza –especialmente en el mundo anglosajón– los libros de viaje, porque cuando el espacio-tiempo se amplió, la necesidad de conocerlo se adelantó a la de poder viajar.

Rotas las cadenas del tiempo inmutable y el mundo homogéneo, la imaginación se libera y no hay otro límite que saber armar una buena historia, que hacerla funcionar internamente. Hasta podemos imaginar un mundo en el que no haya futuro, si eso sirve a nuestro relato.

La visión hacia adelante, también fertilizó el conocimiento del mundo hacia atrás, y pudimos empezar a conocer las civilizaciones que nadie vio, los animales que ya se fueron, las montañas que no están y los bosques que nunca dieron sombra a un ser humano.

Tal vez falte romper alguna otra cadena, que aún no percibimos como tal, para dejar de vernos como centros de todo y únicos artífices de un mundo que cambia más allá de nosotros, en los que nuestras vidas, sumadas a las del resto de nuestra genealogía y a las de toda la humanidad, no son más que una gota en un mundo al que si hay algo que le sobra, es futuro.

jueves, 4 de febrero de 2021

Piedras

A propósito de la muerte de Flora Rodríguez Lofredo



“El reconocido historiador santacruceño Osvaldo Topcic me contó que, como consecuencia de la continua profanación de tumbas con fines científicos, las comunidades tehuelches comenzaron a elegir lugares de poca accesibilidad para realizar sus enterramientos, y que por tratarse de pueblos nómades, era costumbre dejar una piedra en recordación cada vez que transitaban por allí. Este poemario dedicado a la raza primigenia sólo quiere agregar una piedra sobre cada piedra que los recuerde”.

Así explicó Florita el porqué del título, Piedra sobre piedra, y el contenido de su último libro (o anteúltimo, porque el que estaba en proceso cuando la encontró la muerte, verá la luz muy pronto).

Flora Rodríguez Lofredo fue una gran persona, al menos del tipo de personas que a mí más me gustan: entretenida, dispuesta a disfrutar, sin demasiados filtros –y los pocos que usaba los fue perdiendo con la edad– y con un humor siempre a flor de piel.

En los medios locales ya se dijo que había pasado los 90, que nació en España y vino junto a su familia de muy pequeña, que escribió varios libros y obtuvo muchos, muchísimos galardones. 

También se mencionó por ahí que tenía los títulos nobiliarios propios de los que creen que apoyar la cultura es dictar resoluciones de tribuna: ciudadana ilustre, patrimonio cultural viviente, etc. Ella los aceptaba, aún a sabiendas de que la mayoría eran impuestos por personas que a duras penas leerían la tapa de alguno de sus libros, y que no harían nada más que darle un papel y sacarse una foto con ella. ¿Cómo no saberlo si  través de los años dedicó mucho tiempo a mantener funcionando la biblioteca que llevaba su nombre? Porque el reconocimiento había empezado y terminado en eso: darle un nombre y nada más.

Flora es de las personas que uno extraña más después de su muerte, o al menos así me pasa a mí. Personas que uno sabe que están y que puede visitar de vez en vez, compartir un té y seguir viaje, y aunque ese encuentro tenga lugar una vez cada tres o cuatro años, uno sabe lo doloroso que será saber que no podrá repetirlo.

“Se me termina la vida, Coqui”, le dijo Flora por teléfono, pocos días antes de morir, a su –mi– amigo Carlos Besoaín, a quien le había confiado la edición de su último libro. Pero no lo llamó para lamentarse por eso que presentía, sino para pedirle que terminara la tarea y se encargara de hacer publicar el trabajo. La charla terminó como siempre: los dos riendo y haciendo chistes (me lo imagino a Carlos rojo como un tomate y atragantado como se pone cuando la risa le sale del alma, porque más que reírse, disfruta de compartir la alegría con su gente).

Aunque ya casi no ejerzo el oficio, ya me avisó Carlos que el texto pronto llegará a mis manos para que lo transforme en un libro, como tuve el placer de hacerlo con sus últimos diez trabajos.

Esto no es un texto de homenaje ni un panegírico, ni mucho menos pretende ser un obituario. Solamente es una piedra puesta sobre alguna de las tantas piedras que Flora fue colocando sobre nuestra vida sureña, como símbolo del secreto de una vida espléndida que algunos compartimos.

Permítaseme un consejo: tomen algún texto de Flora de los tantos que andan dando vueltas –especialmente sus poemas y anécdotas– y léanlo. Que una piedra de recuerdo no se le niega a nadie, y mucho menos a una gran mujer.

Que qué de qué

Dequeísmo y queísmo, dos caras de una moneda falsa



El dequeísmo y el queísmo, son dos vicios idiomáticos muy comunes, pero su reconocimiento ha corrido distinta suerte, produciendo que el primero sea de uso frecuente entre quienes menor formación académica, en tanto que el segundo es un vicio normal entre hablantes más ilustrados, algo así como un mal uso por exceso de celo.

Esto se debe, posiblemente, a que así como el dequeísmo fue muy remarcado en la educación formal primaria y secundaria a lo largo de los años –al igual del famoso “antes de p y b va m”–, no se mención en los mismos claustros a su contratará, que es el queísmo.

Ambos vicios idiomáticos tienen un origen común, que es el uso (o ausencia) de la preposición “de” antes de la conjunción “que”, en un caso por celo idiomático (ante la duda, no lo uso) y en el otro por desconocimiento simple y llano.

Repasemos, entonces las reglas generales para saber cuándo usar “de que”, cuándo “que” y cuándo es indistinto.

1) No se debe anteponer “de” antes de una oración subordinada sustantiva de sujeto. Ejemplos: “Le preocupa que aún no llegó”; “me hace feliz que seas feliz”; “seguro que mañana llueve”.

En los casos en que esos verbos se usan en forma pronominal (alegrarse, enojarse, preocuparse), sí es obligatorio anteponer “de”. Ejemplos: “Me alegro de que se casen”; “me preocupo de que nada les falte”.

2) Si se trata de una oración subordinada sustantiva de complemento directo, tampoco se antepone la preposición “de”. El error habitual se da con el uso de verbos que se refieren a pensamiento, temores, comunicación o percepción. Ejemplos: “Creo que ganaremos el partido”; “escuché que te vas a casar”; “te dije que no lo hagas”.

3) Cuando se inserta la preposición de en locuciones conjuntivas que no la llevan, se incurre en dequeísmo. Ejemplos: “Pidieron que viajáramos juntos”; “a medida que me acerco, veo mejor”; “lo hice una vez que viajé”.

4) Es un dequeísmo común utilizar la preposición equivocada, (de) en lugar de la que hubiera correspondido (en). Ejemplos: “Insisto en que vengas”, “Me intereso en que te esfuerces”.

5) Con verbos pronominales que se construyen con un complemento de régimen (acordarse de algo, alegrarse de algo, arrepentirse de algo, fijarse en algo, olvidarse de algo, preocuparse de o por algo), es obligatorio usar antes el “de”. Ejemplos: “Me alegro de que no llegaras”, “Me acuerdo de que vivías cerca de casa”, “me acordé de que era tu cumpleaños”.

Ojo: en el caso de que esos verbos se usen en forma no pronominal, no se usa la preposición. Ejemplos: “Me alegró que no vinieras”; “olvidé que tenía que ir al dentista”.

6) Los verbos advertir, avisar, cuidar, dudar e informar, en sus acepciones más comunes, se usan de dos formas básicas: advertir a alguien y advertir de algo; avisar a alguien y avisar de algo; cuidar algo o a alguien, o cuidar de algo o de alguien. En consecuencia, la preposición “de” no es obligatoria.

Una forma de notar si debe emplearse o no la secuencia de + que, es transformar el enunciado en pregunta. Si notamos que es necesario agregar el “de”, lo usaremos en la enunciación. Por ejemplo,¿De qué se preocupa? (Se preocupa de que...); ¿Qué le preocupa? (Le preocupa que...); ¿De qué está seguro? (Está seguro de que...); ¿Qué opina? (Opina que...);; ¿Qué dudó o de qué dudó el testigo? (Dudó que... o dudó de que…).

7) Con verbos no pronominales que se construyen con un complemento de régimen, debe usarse la preposición: convencer de algo, insistir en algo, tratar de algo (en el sentido de ‘procurarlo, intentarlo’), etc. Ejemplos: “Lo convencí de que escribiera el artículo; “insistió en que nos quedáramos a cenar”; “trato de que estés a gusto”..

8) También debemos usar “de” con sustantivos que llevan complementos preposicionales: “Iré con la condición de que vayas a recogerme”; “tengo ganas de que llueva”; “ardo en deseos de que vengas a verme”.

9) Con adjetivos que llevan complementos preposicionales también usamos la preposición: “Estamos seguros de que acertaremos”; “estoy convencido de que llegarás lejos”.

10) “A pesar de que”, “a fin de que”, “a condición de que”, “en caso de que”, el uso de la preposición “de” es obligatorio.

11) En las locuciones verbales caber, o haber, duda de algo, caer en la cuenta de algo, darse cuenta de algo: “No cabe duda de que es un gran escritor”; pronto cayó en la cuenta de que estaba solo”; “nos dimos cuenta de que era tarde”.

No deben confundirse las locuciones “caer en la cuenta” o “darse cuenta”, que exigen de, con “tener en cuenta”, que no exige la preposición: “No tiene en cuenta que nos esforzamos”.

Como verán, es un resumen de muchas más posibilidades. Lo importante es prestar atención, tratar de que no nos guíe el temor a equivocarnos y, en todo caso, consultar a la RAE y su siempre útil Diccionario Panhispánico de Dudas (www.rae.es/dpd/).