Hoy 6 de abril cumple años quien fue un gran amigo, uno de los que más quise en mi adolescencia y con quien me hubiese gustado seguir compartiendo la madurez.
Cada 6 de abril de cada año, en estos 50 años, me acordé indefectiblemente de que era su cumpleaños, y lo saludé en silencio.
Con Ezequiel –que así se llama– no nos peleamos ni nada parecido. Simplemente las decisiones nos separaron: él se fue a Rosario a estudiar, después yo me fui al sur y cuando empecé a volver él ya se estaba yendo a España.
Nos reencontramos hace unos ocho o nueve años, en una reunión de excompañeros de secundaria. De mi parte al menos el cariño sigue igual, pero ya no puedo llamarme amigo –aunque quisiera– de alguien de quien ni siquiera sé los nombres y edades de sus hijos, y viceversa.
Me queda el convencimiento de que si la geografía y el tiempo lo permitiera, seguiríamos siendo amigos como hace 50 años, y yo estaría orgulloso de eso.
Por una de las raras vueltas del loco jugador de dados que es esa convención que llamamos calendario, hoy 6 de abril también se cumplen 37 años de la muerte de mi viejo, Tito.
De él me queda la idea de padre; la herencia de la pelada y la miopía; el apego a las letras, al olor a tinta, a saber algo nuevo cada día; la cara de culo y el humor siempre presente.
También me dejó cosas malas, pero prefiero que las enumeren otros, que este es mi espacio y pongo lo que me conviene.
En estos días me acordé de ambos, y no por buenos motivos. Con mi viejo nunca hablé de discriminación, racismo o antisemitismo, según recuerdo, pero estoy seguro de que estaba muy lejos de él avalarlos o soportarlos.
Ezequiel es judío. Tampoco lo hablé con él, pero por estar cerca vi pequeños y grandes actos de discriminación, de trato diferente, como si ser de una familia judía lo pusiera en una categoría humana distinta al resto. No sé qué pensaría él o cómo lo sentiría, pero yo sí lo veía y ya entonces me molestaba.
Con el tiempo, el racismo en general y la judeofobia en especial se me han hecho cada vez más intolerables. Por eso, escuchar o leer a personas emitir juicios o proferir acusaciones basados en preconceptos de xenofobia y racismo, me llena especialmente de espanto y bronca.
Ayer leí en Facebook que alguien trataba a los judíos de “esa gente”, otras veces aparece en el grupo de whatsapp la detestable expresión “negros de mierda”. En la semana, un impresentable en televisión tuvo que pedir disculpas por culpar a los judíos por el coronavirus, y al hacerlo diferenció a los judíos de las personas. Y sigue la lista.
Cuando se limitan las libertades –como en estos días– y cuando pasan cosas que nos superan –como esta pandemia– lo difícil es mantener los principios, no estigmatizar, no caer en explicaciones idiotas para problemas complejos, no buscar enemigos donde solo hay iguales, sufriendo como nosotros.
A veces la religión, bastante seguido los populismos y siempre los fascismos, están listos para identificar un problema, relacionarlo con un grupo o una costumbre que no sea la mayoritaria y echarle la culpa a esa minoría.
En el medio, las víctimas son los discriminados, pero también los discriminadores, que pierden tiempo, valores y fe atacando a los espejos que aún no han reconocido como tales.
Siempre hay que recordar que cuando esta pandemia sea un mal recuerdo y la vida haya vuelto a lo normal (sea cual fuere la nueva normalidad), tenemos que seguir construyendo, y es imposible hacerlo con ausencias o con cimientos de barro.
lunes, 6 de abril de 2020
viernes, 3 de abril de 2020
Postales de una temporada triste
Foto: Franco Fafasuli (©Infobae) |
Una cámara de pymes proveedoras de la industria minera, se queja de que les están cancelando los contratos “unilateralmente”. Hasta hace un rato eran empresarios locales que querían ser tratados como tales y se enojaban si las mineras los trataban como empleados, y ahora se quejan por no ser subsidiados por sus clientes. Tampoco parecen percibir que en el país hay miles de pymes paradas en las mismas circunstancias y no se les ocurre pedirles a sus clientes (doña Juana, don Carlos) que los subsidien mientras dure la cua
rentena.
En un par de cuadras de Marcos Paz, en el sudoeste del tercer cordón del Conurbano, la cola para entrar al súper –con riguroso metro y medio de distancia entre uno y otro– se mezcla con la que entra a la verdulería, que va para el otro lado, y con toda la gente que deambula a pie, yendo a los pocos negocios autorizados a permanecer abiertos o volviendo a casa luego de comprar, y con algunos desesperados que tratan de vender sus pequeñas producciones en la calle. Sin autos en la calle y con muchísimas persianas bajas, el ir y venir de personas impresiona más, sin barbijos, ni guantes ni nada de eso.
Cientos de miles de empleados del estado o de grandes empresas, permanecen en sus hogares con la tranquilidad de saber que a fin de mes les depositarán el sueldo igual que si hubieran trabajado normalmente. Muchos empiezan a notar que tampoco eran tan importantes para mantener la rueda girando y les preocupa que sus jefes se den cuenta de esa situación. Mientras tanto, muchos jefes también recluidos en sus casas piensan lo mismo.
Militantes de toda laya y calaña aprovechan cada medida, cada discurso y cada situación para bajar línea, para tratar de mostrar que ellos lo harían mejor o que los anteriores lo hubieran empeorado, de acuerdo al lado del mostrador en que se encuentren.
Un camionero maneja por rutas secundarias de Santa Fe tratando de entrar a pueblos cerrados con barricadas que le prohíben el paso. No les interesa a los cortadores de paso seriales que ese camión lleve insumos esenciales para alguna comunidad y no tenga otro camino para llegar. Si no vives aquí, no entras, parece ser la consigna, llevando la xenofobia sanitaria a niveles que asombran, asustan y no conmueven.
En un barrio del sur de Tucumán, un pintor sale tempranito a pie y a escondidas a terminar el trabajo empezado hace una semana en una casa de Yerba Buena. Necesita hacerlo para cobrar y tener unos mangos en el bolsillo. No le importa –o trata de que no lo incomode– el riesgo que eso pueda significar para él y su familia: sin dinero, la suerte estará echada igual. Lleva en su bolsillo un permiso de tránsito fraguado con la complicidad del dueño de la casa, que le ha prometido mantener distancia para que ninguno de los dos corra peligro.
Dos policías deambulan en un patrullero por las calles de Mendoza buscando a cinco personas que estuvieron en contacto con un contagiado. Una de las direcciones no existe, y empiezan a visitar un montón de domicilios tratando de ubicar al posible infectado. En el camino hablan con cinco, diez, veinte personas, ya dejan de usar el barbijo y han tocado tantas puertas, timbres y rejas que sus guantes son más riesgosos que el pasamanos del tren Roca en hora pico. Pero la frustración les impide notarlo.
El pseudoperiodista y exconcejal cordobés Tomás Méndez, difunde por C5N un video trucho como si fuera un informe verdadero de la televisión italiana de 2015, sumando así a los propios chinos a sus acusaciones previas de inventar el virus que habían recaído sobre Bill Gates, los judíos, la CIA y varios etcéteras, por supuesto que sin más pruebas ni datos que su propia y habitual destreza para mentir y fabricar falsas noticias, que contra todo lo esperable, lo ha convertido en comprador compulsivo de fakenews.
En los bancos, de un solo saque y demostrando la falta de conocimiento de la realidad de muchos de los que toman decisiones sobre nuestras vidas, se tiran por la borda quince sacrificados días de distanciamiento social, porque unos buenos muchachos no previeron que si mantenían por semanas los bancos cerrados y los abrían de golpe para pagar un solo día, se amontonaría la gente, necesitada de efectivo, esa gente que desconfía de los medios electrónicos, o que es analfabeta digital, o que simplemente está tan al borde de caerse del sistema que no comprende otra forma de hacerse de billetes que pasar por el banco a retirar todo lo que hay. Los que armaron la movida que provocó juntar en un solo día en un puñado de lugares a millones de compatriotas, son los mismos que aconsejaron antes de la cuarentena, cuando se empezaban a tomar las primeras medidas de distanciamiento, decidieron achicar las frecuencias de los medios de transporte, creyendo que así disminuían los pasajeros, y ocurrió –como es lógico y lo entendía cualquier usuario habitual– exactamente lo opuesto: al haber menos trenes y micros, los pocos que circulaban se llenaron y lo que hubo fue mayor aglomeración.
En los grupos de Whatsapp, en Facebook y en Instagram, se reciben diariamente supuestos informes confidenciales y verdades reveladas que nos cuentan que el virus lo creó China para derrotar a occidente, o Trump para poner de rodillas a China, o el FMI y Merkel para eliminar a todos los viejos y que les cierren las cuentas a los deudores. También están los que explican que la pandemia es culpa del capitalismo, y dan datos y cifras que dejan en el olvido que todo comenzó en un país comunista que mintió descaradamente –y lo sigue haciendo– los datos de infectados y fallecidos, y que ocultó la realidad en las cruciales semanas iniciales; los que repiten hasta el hartazgo que USA cobra por atender a sus enfermos o que los abandona, lo que no tiene ningún sustento real y es un mito urbano más, como que el mundo nos mira con esperanza o que la cura ya existe y la esconden para obtener mejores ganancias.
Aparecen los falsos ambientalistas que sueñan con un mundo sin gente, asegurando que el agujero de ozono se recompuso, que la temperatura global bajó dos grados o que ya casi no hay polución, todas aseveraciones sin ningún apoyo real en mediciones que aún no se han procesado y que además son imposibles de ocurrir por un freno tan breve a la actividad humana. Ojalá las cuestiones ambientales fueran tan fáciles de solucionar. Ojalá la raza humana fuera tan poderosa.
Postales de una época extraña y distinta que nos toca transitar, a la que muchos tratan de vestirla con ropajes de gesta patriótica, de guerra santa o de lucha por la supervivencia de la raza.
Exageraciones.
No estamos en guerra con nadie. Solamente estamos tratando de cumplir con el designio de un grupo de científicos que nos dice que si no nos quedamos en casa, seremos más enfermos que los que el sistema puede atender, y sufriremos mucho más. Pero tal vez el costo de frenar la economía y la vida comunitaria sea tan o más gravoso que el de la propia enfermedad, y con efectos más duraderos, y encima sería soportado por los que menos posibilidades tienen de superarlo, los mismos que vienen cayéndose del sistema desde hace años.
Tal vez en este caso, nuestro país por tan extenso y por tan poco poblado, nos ofrecía una oportunidad única, que era la de aislar por zonas y no a todas las poblaciones por igual. ¿Qué sentido tiene encerrar en sus casas a los vecinos de una población sin enfermos que tiene una sola ruta de ingreso y egreso de visitantes? ¿No sería más productivo hacer cumplir un protocolo de aislamiento (barbijo, guantes, test o lo que correspondiera) al visitante errático, y permitir que la población en general se moviera libremente?
No estamos en un nuevo 1982 y esta no es la guerra de Malvinas, aunque gran parte de la ciudadanía (y de la dirigencia) se comporte ahora como se comportó entonces, y aunque el triunfalismo del “estamos ganando”, las colectas televisadas y las marchas triunfales jalonen nuestros días.
Mientras tanto, la tristeza.
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