“Es difícil escribir sobre uno mismo. Por eso yo prefiero escribir sobre una mesa.” Dalmiro Sáenz
Ante todo, pido disculpas si esta columna resulta demasiado autorreferencial. Convengamos, en todo caso, que se encuentra en un espacio literario, y la literatura es casi siempre autorreferencial. No es, entonces, algo inusual por estos lares.
En 2003, el querido Pirincho Roquel me convocó para dirigir el área de Prensa de la Municipalidad de Río Gallegos. Allí me encontré, entre otras cuestiones que no vienen al caso, con una pequeña imprenta montada para cubrir las necesidades institucionales de formularios y demás papelería, en tiempos en que casi nada era online. (De hecho, ya en el cargo, abrimos las primeras cuentas oficiales de correo en un nuevo portal llamado Google, que recién comenzaba a difundirse).
Con el área medianamente organizada y algunos equipos adquiridos, descubrí que había cierta capacidad ociosa. Entonces, propuse al área de Cultura crear un programa de edición de libros para escritores locales inéditos.
La propuesta floreció y se llamó Mi primer libro. El objetivo era sencillo: publicar, a través de una selección anual, obras de autores que aún no hubieran editado. Los requisitos para participar eran simples: residir en la ciudad y no tener libros publicados, salvo aquellos que fueran resultado de certámenes literarios. Se publicarían cuatro títulos por año (poesía, cuento, novela y ensayo), y la selección se haría entre las obras presentadas, sin posibilidad de declarar desierto el concurso. Había reglas mínimas sobre extensión y presentación, pero no mucho más.
El espíritu era claro: brindar a los escritores inéditos de la ciudad la oportunidad de dar a conocer una obra completa, facilitándoles el primer paso en la publicación.
El programa navegó durante los primeros dos años entre oposiciones, pequeños inconvenientes, errores y, en general, una buena recepción entre los grupos literarios más jóvenes.
Llamativamente, las críticas más férreas provinieron de escritores que ya habían publicado, en su mayoría vinculados a la SADE. Posiblemente se consideraban ya consagrados y no entendían por qué el Estado no debía imprimirles también a ellos, gratis, otro libro más.
Cuando promediaba el tercer año, yo ya sabía que mis días al frente del área estaban contados (por motivos que no vienen al caso). Con el bagaje de ocho títulos ya publicados, hablé con el intendente y obtuve su autorización para transformar el programa en ordenanza, lo que aseguraría su continuidad más allá de los funcionarios de turno.
El paso siguiente fue recorrer los despachos de los concejales de las distintas líneas, explicar el proyecto y buscar adhesiones, en un contexto en que, para un Ejecutivo en minoría, resultaba muy difícil lograr apoyo legislativo.
De esas conversaciones, el único cuestionamiento provino del presidente del Concejo, quien planteó que también debían imprimirse libros de autores consagrados de la ciudad, en especial los nacidos en Santa Cruz. Finalmente lo apoyó, aunque luego impulsó su propio concurso desde el Concejo, exclusivo para escritores reconocidos. Le publicó así el libro a un amigo, y nunca más se repitió.
Vuelvo a Mi primer libro: la ordenanza se aprobó pocos días después de mi salida del cargo.
Algunos títulos más llegaron a publicarse y sobrevivió mientras Pirincho estuvo en el gobierno, hasta que, de un año para el otro, el programa cayó en el olvido, sin explicaciones ni ceremonias. Una muestra de que los proyectos no funcionan solo por ser buenos, sino porque hay un funcionario que quiere que se cumplan.
A pesar de errores y fallas en la implementación, siento orgullo de haber puesto en marcha aquel programa. Dio voz a escritores noveles y los ayudó a dejar atrás su primera obra para seguir creciendo, siguiendo aquella verdad sin concesiones que sostenía Borges: “Los escritores publicamos nuestros libros para no pasarnos la vida corrigiendo el mismo original.”
Posiblemente su creación y gestión hayan sido demasiado personales, sin el suficiente debate, y eso decretó su pronta desaparición. No lo sé.
Algo me hizo prever ese final. A los pocos meses de dejar el cargo, mi amigo Jesús Giménez me avisó de una reunión en la Biblioteca Municipal para hablar del tema. Allí me encontré con dos funcionarios del área, escritores ellos, que buscaban apoyo para modificar la ordenanza recién aprobada y llevar agua a sus molinos. Como tantos otros que encontré en el camino, no querían que Mi primer libro funcionara mejor. Querían, simplemente, que el Estado les publicara su libro —fuera el primero, el segundo o el último—, y nada más.
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