martes, 27 de diciembre de 2022

Vení que te cancelo


Conozco escritores que son muy buenas personas, casi diría intachables, muchos de los cuales viven o han vivido en Santa Cruz, aunque eso no viene a cuento, en este caso, como tampoco si están vivos o han fallecido.

Con varias de esas buenas personas –también personas buenas, en algunos casos–, existe el plus de que hay coincidencia en principios básicos que rigen sus vidas, que podríamos llamar cuestiones morales, a veces políticas (no partidarias, eso es otra cosa), bases éticas, confluencia de gustos y sabores vitales. En fin, que en cierta forma los admiro como seres humanos y coincidimos en cómo vemos el mundo.

De esos escritores –algunos, realmente personas entrañables–, un porcentaje no desdeñable, no escribe bien, y hay varios que lo hacen realmente mal. Irremediablemente aburridos algunos, faltos de creatividad literaria otros, con altibajos compuestos de altos no tanto y bajos demasiado.

Nunca, jamás, se me cruzó por la cabeza obligarme a releerlos a esos malos escritores, porque supiera que son personas buenas. Que admirar a un ser humano no significa estar obligado a dar por bueno todo lo que produzca.

Creo que en eso estamos todos de acuerdo, o al menos lo estamos las buenas personas y las personas buenas, escribamos como escribamos.

Ahora bien, ¿bajo qué argumentos, entonces, podemos sostener la actitud equivalente que tan vigente está por estos tiempos? Me refiero a esa desagradable conducta de cancelar la obra de algún artista simplemente porque no nos gusta como persona, no coincidimos con él o sus escalas de valores son diametralmente opuestas a las nuestras.

Sostengo que es una total idiotez, máxime si la obra no refleja eso a lo que nos oponemos.

La política de las cancelaciones que muchos grupos, tribus, cofradías, colectivos, murgas, etc., sostienen por estos días, habla peor de los canceladores que de los cancelados.

Quienes cancelan lo hacen por no poder entender que haya personas que piensen o actúen distinto que uno mismo, que tengan sus razones para hacerlo y que no por ello sean mercenarios, malas personas, engañadores seriales. 

Sus actitudes muestran, además, la pereza intelectual que los alienta, que les impide disfrutar de una buena obra porque son incapaces de abstraerse, ya que son fervientes creyentes de la falacia de que solamente gente como uno puede hacer cosas buenas.

Y le suman un condimento más: creer que solamente ellos tienen buen gusto, que si no les gusta algo o alguien, ese artista queda relegado a ser disfrutado solamente por personas con bajo nivel intelectual o moral.

Y ni hablar de los que pretenden cancelar una obra artística por lo que opinó su autor hace cincuenta o cien años, analizándolo con la escala moral actual, como si el mundo no hubiera cambiado, como si lo normal de ayer no fuera la excepción de hoy, como si todo lo que nos parece aceptable y decente no fue, hasta hace poco, una abominación para más de uno.

Hace apenas un siglo, la esclavitud estaba aceptada en más de la mitad del mundo. Hace setenta y cinco años, podía votar solo un pequeño sector ilustrado de la población de este lado del mundo. Hace cincuenta años, los maestros castigaban físicamente a los niños. Hace veinticinco años, los prostíbulos y cabaret en el sur eran un lugar de encuentro social, e incluso sus emplazamientos se discutían en concejos deliberantes y despachos ministeriales. Hoy hacemos cosas, en suma, que hubieran merecido causa penal, cárcel  o condena social hace un puñado de años, y nos asustamos de otras que eran moneda corriente.

La actividad creativa en general, es una característica propia de las personas, y en general, es el rasgo distintivo de los grupos que trascendieron las distintas épocas. Posiblemente se destaque de entre las actividades humanas porque tiene dos ingredientes casi exclusivos: la capacidad de trascender su época y el poder de independizarse de quien lo produjo, e incluso de su contexto.

Disfrutar de una buena obra con prescindencia de su entorno de origen, focalizados en lo que nos genera o nos hace evocar, es un placer que nos eleva como personas. Decidir que una obra nos gusta o no en función de quién la generó, es privarse de lo mejor que producimos como seres humanos.