En 1979 ingresé a la Escuela Normal Superior de Profesorado de San Nicolás (Buenos Aires). Con el título de bachiller en mano, iniciaba mi formación para ser profesor de matemáticas y física, algo con lo que soñaba desde años atrás.
Cursé el primer año sin sobresaltos, rendí bien mis primeros finales en diciembre y en marzo de 1980, me tocó cumplir con el servicio militar, lo que me cortó totalmente el ritmo de estudios y provocó, en definitiva, que perdiera los 16 meses que duró mi encierro por aplicación de una obligación legal que si no se cumplía, llevaba al evasor a la cárcel.
Abro paréntesis. El servicio militar no me dejó otra cosa que malas experiencias: nunca me gustó la vida militar; me desagradan profundamente las armas y ejercer la violencia; me resulta inaceptable que existiera una ley que obligaba a perder la libertad por al menos un año; estuve quince meses con más arrestos que francos e imposibilitado de estar cerca de mi padre, que transitaba sus últimos años de vida; y tuve que escuchar diatribas contra mi propio estilo de vida y participar de operativos y patrullajes que avergüenzan. Me refugié en la literatura, escribí lo que después supe que serían mis últimas creaciones literarias, y eso me ayudó a que olvidara rápidamente el mal trago. Cierro paréntesis.
Cuando por fin me dieron la baja ya había perdido, además de todo el ciclo lectivo de 1980, el primer semestre de 1981. La enfermedad de mi viejo se agudizaba, tenía que hacer algo para vivir y había perdido completamente el ritmo de estudio. Resultado: a duras penas logré sacar las materias del segundo año, y ya no pude volver a retomar, ni en San Nicolás ni en Río Gallegos, a donde me llevaron las crisis internas, familiares y económicas.
Ser profesor de matemática y física quedó entre las cosas que me faltaron hacer y que me pesan, como otras de la que tal vez hable en otro momento.
Esta experiencia viene a cuento, porque es algo en lo que he pensado mucho en estos largos meses de cuarentena que ya no es tal, y de prohibiciones que no se pueden cumplir. Me imagino a los cientos de miles de chicos que tenían que empezar su carrera terciaria o universitaria, muchos de ellos lejos de casa, y que no lo han podido hacer, o que el desgaste de clases virtuales que no alcanzan, dinero que falta o restricciones que les cierran las puertas de las ciudades en muchos casos, los ha llevado a no poder continuar –o iniciar– sus carreras.
Ni hablar de los chicos que debían iniciar el primer grado, o el jardín, o el secundario.
La tozudez de un encierro que niega la posibilidad de volver a las aulas, y que visiblemente no ha servido para otra cosa que retrasar el efecto de la pandemia, se me muestra cada vez más inexplicable.
Se suponía que parábamos el país unas semanas –con todo el dolor y retroceso económico y social que ello podría conllevar para un gran número de argentinos– para mejorar el sistema de salud, ganar tiempo y organizarnos, de manera que el virus golpeara lo menos posible. Pero pasaron los días y se empezó a creer que los casos eran pocos y las muertes menos, gracias a escondernos, a guardarnos en casa mientras el resto del mundo se venía abajo. Pero nadie de los que toman las decisiones, tuvo en cuenta que es ilógico poner en cuarentena a personas sanas, que es imposible quedarnos guardados hasta que la peste pase o tenga un antídoto, que no podemos suspender eternamente nuestra vida.
Y nos hablaron de nueva normalidad, de que el mundo sería distinto, y de que todo colapsaría.
Y empezaron a surgir las preguntas, cada vez más incómodas, contradictorias y difíciles de responder: ¿para qué nos preparamos si los recursos no alcanzaron? ¿qué sistema es el que prepararon? ¿cómo pretendían que hiciéramos para vivir encerrados, alejados de todos, ocultos para siempre? ¿somos nosotros los que estamos fallando, como sostienen quienes tomaron las decisiones, o es que era imposible mantener una estrategia destinada al fracaso?
Y así estamos hoy, con gente que pese al evidente error de estrategia, sigue pidiendo más encierro, más sacrificio y más fase uno, sin percibir que el problema es que no se puede combatir una peste escondiendo a los sanos eternamente, ni que todos los que tienen el virus están enfermos, como no todos los que damos positivo en la reacción Mantoux somos tuberculosos.
El problema no es argentino, exclusivamente: Perú y Colombia aplicaron estrategias similares, aunque por menor tiempo, y hoy nos siguen muy de cerca en las cifras. Igual, hemos sido los que más profundamente aplicamos la estrategia de cuarentena para los sanos, y esta semana llegamos al primer lugar en cantidad de muertos por millón.
Como agravante, nuestro dolido país dejó de tener límites entre municipios y provincias, y pasó a tener fronteras, muchas veces inexpugnables, porque nos gusta jactarnos de solidarios, pero lo único que les importó a la mayoría de comunidades, fue que si había algún enfermo, se quedara afuera, sin importar si llegaba al pueblo de fiesta o si traía comida, transportaba mercadería esencial o trataba de dar su último adiós a un familiar o amigo. Nada.
Y para empeorar, no se trata de una posición de un determinado sector político, porque la estrategia la aplicaron por igual sin distinción de colores ni banderías.
Y así estamos. Contando contagios y fallecidos, sin saber si esos números en sí son anormales, lógicos, esperables o disparatados. Y contando avasallamientos varios a la libertad, a los derechos más elementales y atropellos de toda calaña.
Terminaremos un año sin clases, un año mucho más pobres. Un año con más vínculos rotos y más desunión.
Un año en el que muchos enfermos de pequeñas y grandes dolencias, no se trataron.
Un año con más problemas dentales y oculares sin atender, con cloacas desbordadas que no se arreglan, semáforos que no se reparan, transportes que no funcionan y un miembro más de cada familia que se quedó sin trabajo.
El mundo no nos miraba con atención ni con envidia, como nos contaron allá por abril o mayo. El mundo ni siquiera nos miraba, y otra vez la región, el continente, casi todos los países, saldrán de sus respectivos problemas –como ya lo están haciendo– y seguirán avanzando sin nosotros, que gracias a estas medidas, tendremos un poco menos de compatriotas preparados para entender lo que viene.